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Conflicto colombiano
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Colombia, entre el perdón y la reconciliación

Ambos valores son muy invocados durante la Semana Santa, pero ausentes en la vida cotidiana de la mayoría

JEP

Para salir y abandonar algún día el laberinto de violencias y la manigua de odios en que vivimos atrapados y extraviados los colombianos, debemos tejer entre todos un hilo de Ariadna con las hebras del perdón y la trama de la reconciliación. Perdón y reconciliación muy invocados en los sermones de esta Semana Santa, pero ausentes en la vida cotidiana de la mayoría. Comenzando por sus líderes políticos más representativos y los numerosos aspirantes a sucederlos, quienes todavía creen que el perdón personal es impunidad y la reconciliación política solo una estratagema para ganar elecciones. No deja de ser paradójico que esto suceda en una sociedad que se precia de ser cristiana, pues tanto el perdón como la reconciliación son los legados más universales y valiosos dejados a la humanidad por Jesús de Nazaret. Legados hoy casi completamente olvidados, cuando no negados por sus más devotos y fervientes seguidores, como sucedió con Pedro, su discípulo predilecto, quien lo negó en menos de lo que canta un gallo. Todavía resulta más insólito que haya sido precisamente Hannah Arendt, una judía agnóstica, quien rescatara el perdón del ámbito personal y religioso para llevarlo a la esfera pública, resaltando su imprescindible poder reparador, transformador y redentor en la acción política.

Los límites del perdón

En su obra La condición humana, lo resalta así: “Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad para actuar quedaría, por decirlo así, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos”. Si lo anterior acontece en la esfera de las relaciones interpersonales, lo es mucho más en el ámbito de la vida política, especialmente cuando ella ha encallado en las profundidades de las guerras fratricidas y los crímenes atroces. Pero ello no significa que todo pueda ser perdonado, como sucede con los crímenes de lesa humanidad y los de guerra, contemplados en el Estatuto de Roma, que son imprescriptibles y sobre los cuales tiene competencia la Corte Penal Internacional en los eventos donde el sistema judicial de alguno de sus Estados, como alta parte contratante, no esté en capacidad de investigar y juzgarlos o carezca de la voluntad política para ello. Porque si esos crímenes se olvidan, indultan o permanecen impunes, jamás podrá existir un orden político legítimo y menos una convivencia aceptable y digna para la humanidad. Si ello acontece, muchas víctimas sobrevivientes siempre estarán al acecho de la venganza para honrar la memoria de sus seres queridos y antepasados, prolongando así por generaciones la espiral de violencias. De allí que el perdón no pueda ser una competencia exclusiva que se arrogue el Estado, pues solo las víctimas y sus seres queridos, en la intimidad de sus corazones, podrán hacerlo. Como bien lo define el filosofo Javier Sádaba, el perdón es la soberanía del yo [1] y jamás podrá ningún Estado arrebatarla por más sofisticados y justos que sean sus tribunales.

El poder de la reconciliación

Todo lo contrario sucede con la reconciliación, que podríamos definir como la soberanía del nosotros, es decir, de las comunidades políticas que se expresan a través de sus Estados, bien celebrando tratados internacionales de paz o promulgando constituciones políticas que cierran ciclos aciagos de confrontaciones violentas internas. Pero igual que el perdón, la reconciliación es muy exigente y siempre será renuente a las ceremonias formales que la adulteran con abrazos, frecuentes entre quienes no tienen autenticidad personal ni voluntad política para realizarla, sino que la utilizan como estratagema para alcanzar sus objetivos políticos. Al respecto, Raimundo Panikkar[2], con su sabiduría de hombre renacentista, en su libro Paz y desarme cultural [3], nos recuerda que la reconciliación “viene de conciliación y guarda relación con eclesia: convocar a los otros y a todos a hablar con los otros”, por lo tanto, precisa que “en la verdadera reconciliación no hay vencedores ni vencidos. Todos salen ganando, porque el todo, del cual todos formamos parte, se ve respetado” y, en el evento de haber vencidos, “estos se sienten en la mesa redonda de la paz y no en el banquillo de los acusados”.

¿Sin horizonte de reconciliación?

Sin duda, en Colombia todavía estamos lejos de alcanzar la reconciliación, aunque en la Constitución del 91 hayamos avanzado, pues entonces estuvo precedida por Álvaro Gómez Hurtado, secuestrado por el M-19 y Antonio Navarro Wolf, máxima figura de la Alianza Democrática-M19, junto a Horacio Serpa Uribe, en nombre del partido Liberal. También estuvieron en la Asamblea Constituyente y no en el banquillo de los acusados, los representantes de movimientos rebeldes desmovilizados como el EPL, el Quintín Lame y el PRT. Pero quedó por fuera las FARC-EP, la mayor guerrilla de entonces, pues el mismo 9 de diciembre de 1990, cuando elegíamos a los delegatarios a la Asamblea Constituyente, fue bombardeada en Casa Verde y más tarde el presidente Gaviria le declaró la “guerra integral”. Por último, al rechazar la ciudadanía en el plebiscito del 2016 el Acuerdo de Paz alcanzado entre el Estado colombiano y las FARC-EP, la reconciliación desapareció del horizonte político en Colombia y se eclipsó casi totalmente durante el gobierno del presidente Iván Duque y su política de “Paz con legalidad”, que se convirtió en el paro nacional del 2021 en “paz con letalidad”.

“Gobierno del cambio” sin reconciliación nacional

Y ahora, con Gustavo Petro, bajo el “Gobierno del cambio”, dicho horizonte vuelve a extraviarse, tanto en el Congreso de la República por la incapacidad de alcanzar acuerdos para reformas sociales inaplazables y vitales, como la Salud y el Trabajo, sin las cuales nunca habrá paz social. Pero también con el virtual fin de la política de Paz Total, pues el presidente Petro acaba de poner fin al cese del fuego con las disidencias de alias Calarcá y el llamado Estado Mayor de los Bloques (EMB) [4]. Por eso, cabe formular un par de preguntas: ¿Será que estamos condenados a victimizarnos eternamente y nunca reconciliarnos por esa incapacidad para realizar acuerdos que nos permitan a todos una convivencia más justa y amable? ¿Cuándo tendremos una derecha y una izquierda democráticas que puedan impulsar reformas sin estigmatizar al contrario de oligarca o mamerto y buscar furiosamente su deslegitimación política, impedir su gobernabilidad y hasta incitar a su aniquilación física? Un par de preguntas no tanto para resolverlas en esta Semana Santa, sino sobre todo para contestarlas sin odio, revancha y violencia en las urnas en el 2026 y evitar así que se abran más tumbas de víctimas irredentas y gobiernos de victimarios arrogantes. Entonces, quizá logremos entre todos el milagro de resucitar y reinventar la democracia en Colombia para reconciliarnos y honrar así la memoria de todas las víctimas.

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