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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Berlín se une al festín mahleriano en Ámsterdam

La tercera edición del Festival Mahler en el Real Concertgebouw se cierra con dos conciertos aplaudidísimos de los Berliner Philharmoniker bajo la dirección de Kirill Petrenko y Sakari Oramo

Benjamin Bruns, Sakari Oramo, Dorottya Láng y los Berliner Philharmoniker tras la interpretación de ‘La canción de la tierra’ en el concierto de clausura del tercer Festival Mahler de Ámsterdam.
Luis Gago

El 18 de mayo de 1911, Gustav Mahler fallecía en Viena, tal como venían augurando sus propias composiciones, pocas semanas después de regresar de Nueva York. El 18 de mayo de 1920 se tocó en el primer Festival Mahler celebrado en el Concertgebouw de Ámsterdam la Sinfonía núm. 9 del compositor y se pidió al público que no aplaudiera al final del concierto para honrar su memoria. La segunda edición del festival, en 1995, concluyó el 17 de mayo, con la interpretación de la Sinfonía núm. 8. El 18 de mayo de 2025, el tercer Festival Mahler se ha cerrado con el Adagio de su incompleta Sinfonía núm. 10 (un testimonio inequívoco de su prematura muerte) y Das Lied von der Erde, una “sinfonía para un tenor, una contralto y orquesta” que se cierra con una de las despedidas musicales más emocionantes que se han compuesto nunca. La comparación de todas estas fechas es tan elocuente por sí sola que no requiere muchos comentarios.

En aquel lejano primer festival, hace ya más de un siglo, todos los conciertos se confiaron a la Orquesta del Concertgebouw y a su director titular, Willem Mengelberg, amigo personal de Mahler y principal artífice de la iniciativa. En 1995, en cambio, se invitó a otras orquestas y directores, entre ellas a los Berliner Philharmoniker, que ofrecieron tres conciertos dirigidos por Bernard Haitink y Claudio Abbado, dos mahlerianos de raza. Sobre la formación alemana ha recaído el privilegio de clausurar esta tercera edición con las tres obras postreras del músico austríaco, aquellas en las que se plasma de una manera inequívoca, y a menudo lacerante, la premonición de una muerte cercana: la Sinfonía núm. 9, La canción de la tierra y el Adagio inicial de la Sinfonía núm. 10, el único que nos ha llegado completado de una obra llamada a tener otros cuatro movimientos, el tercero de los cuales habría de llevar, al menos provisionalmente, el misterioso título de Purgatorio.

Originalmente, estos conciertos iban a estar dirigidos por Kirill Petrenko, el director titular de los Berliner Philharmoniker, y Daniel Barenboim, que recibió en 2019 el raro privilegio de ser nombrado su Director Honorífico. Pero la enfermedad del argentino, anunciada por él mismo el pasado mes de febrero, le ha impedido clausurar el festival el pasado domingo, como estaba previsto. Esto no ha sido una sorpresa para nadie, por supuesto, ya que todo apuntaba tristemente en esa dirección, pero sí quizá que, teniendo aquí a su director titular, no haya sido él quien haya ocupado su lugar, más aún cuando había dirigido Das Lied von der Erde en al menos una ocasión, a los Wiener Philharmoniker en 2016 (la Sinfonía núm. 9 la dirigió, al parecer, por primera vez el pasado mes de diciembre a la Filarmónica de Israel). El músico ruso llegó a la titularidad de los Berliner Philharmoniker después de una trayectoria fundamentalmente operística, coronada por sus años al frente de la Bayerische Staatsoper, pero con un repertorio puramente sinfónico muy limitado. El contraste con sus dos antecesores era, por tanto, muy acusado y, en lo que toca a Mahler en concreto, la brecha se acentuaba aún más, ya que tanto Claudio Abbado como Simon Rattle fueron dos tempranos, tenaces y reconocidos valedores de su música.

Kirill Petrenko dirige el sábado en el Real Concertgebouw de Ámsterdam la Novena Sinfonía de Gustav Mahler.

Curiosamente, la vinculación de la entonces llamada Philharmonisches Orchester de la capital alemana con la música de Mahler empezó tanto interpretándola como, de alguna manera, inspirándola. Fue en el funeral de su primer director titular, Hans von Bülow, en 1894 donde Mahler dio con la idea de finalizar su Sinfonía núm. 2 con la Oda a la resurrección de Friedrich Klopstock y luego sería él mismo quien estrenaría la obra con la orquesta el año siguiente. Los berlineses eligieron esta misma sinfonía para honrar la memoria del compositor tras su muerte en 1911 y para la que fue la primera transmisión radiofónica de un concierto suyo en 1924. Arthur Nikisch, que había coincidido con Mahler en Leipzig cuando ambos dirigían en el Stadttheater, ofreció en Berlín el estreno del segundo movimiento de la Sinfonía núm. 3 en 1895, mucho antes de que Mahler la diera a conocer completa en Krefeld en 1902. Fue allí donde Willem Mengelberg vivió su conversión, lo que dio lugar al largo idilio con su música: diez años más tarde dirigió la primera interpretación berlinesa de la Sinfonía núm. 8.

Wilhelm Furtwängler prefirió priorizar las colecciones de canciones sobre las sinfonías y la llegada del régimen nacionalsocialista marcó un hiato de varios años, tanto porque su música se prohibió como por el exilio obligado de muchos de sus mejores valedores, en su mayoría judíos. Sergiu Celebidache jamás empatizó con el compositor y Herbert von Karajan fue un mahleriano tardío y reticente, pero la dieta que ya entonces demandaba el público fue confiada en Berlín a directores invitados como John Barbirolli, Rafael Kubelik, Georg Solti y, en tan solo una ocasión, Leonard Bernstein. Todo cambiaría, en fin, con la llegada a la titularidad de Claudio Abbado y la presencia regular de coetáneos suyos como Seiji Ozawa, Lorin Maazel, Bernard Haitink y Zubin Mehta. Es no poco significativo, por último, que el antecesor de Kirill Petrenko, Simon Rattle, se presentara con la orquesta en 1987 dirigiendo la Sinfonía núm. 6 de Mahler y que eligiera esta misma obra, cerrando el círculo, en 2018 en su concierto de despedida. Petrenko se decantó, en cambio, por la Novena de Beethoven.

Recordar todo esto resulta necesario para certificar las largas credenciales mahlerianas de los Berliner Philharmoniker y para reparar en que la llegada de Kirill Petrenko ha quebrado de alguna manera una larga tradición. Había una lógica expectación en el Real Concertgebouw el pasado sábado para ver, tras los soberbios conciertos anteriores protagonizados por la Sinfónica de Chicago y la orquesta residente de la casa, qué daba de sí la presencia de la formación alemana con su actual director titular. A Ámsterdam ha venido con sus mejores galas y con su plantel inigualable de solistas, entre ellos el trompista Stafan Dohr, los oboístas Albrecht Mayer y Jonathan Kelly, el flautista Emmanuel Pahud, el concertino Daishin Kashimoto, el violonchelista Bruno Delepelaire, los contrabajistas Janne Saksala y Esko Laine (ambos finlandeses), el clarinetista Wenzel Fuchs, el trompetista Guillaume Jehl o la arpista Marie-Pierre Langlamet: el sueño de cualquier orquesta. También estaban tres de sus cuatro instrumentistas españoles: el ya veterano violista Joaquín Riquelme, y las violinistas Roxana Wisniewska y Raquel Areal, esta última incorporada a comienzos de este mismo mes.

Kirill Petrenko optó por situar a los contrabajistas (siempre, como una regla no escrita, los primeros en calentar motores sobre el escenario) a la izquierda y las arpas a la derecha. El ruso compensa su escasa familiaridad con las obras que incorpora a su repertorio con un estudio exhaustivo, tanto de la música como de sus circunstancias. Parte de los ensayos berlineses (ofreció el mismo concierto en la Philharmonie el pasado jueves antes de poner rumbo a Ámsterdam) han sido hechos públicos por la propia orquesta en un vídeo en el que el violinista Philipp Bohnen desgrana asimismo la intrahistoria de la Sinfonía núm. 9. Muchos de los comentarios a sus músicos del director ruso (esquivo como pocos a las cámaras y a cualquier tipo de exposición pública fuera del escenario) hacen referencia a aquellos elementos extramusicales que él detecta o percibe detrás de las notas. Y, como es característico de su manera de dirigir, quiere tener todo perfectamente controlado, dejando muy poco margen a la sorpresa o la inspiración del momento: meticulosísimo en los ensayos, todo llega al concierto atado y bien atado, sin apenas margen de libertad para la orquesta (o para él mismo), a pesar de que esta es capaz no solo de seguir fidelísimamente cualesquiera indicaciones, sino también de una generar en el momento una interacción creativa entre las distintas secciones. La primera sensación que se tuvo a poco de iniciarse el Andante comodo inicial es que Petrenko gastaba demasiado pronto buena parte de sus balas. Alban Berg percibió enseguida que todo este movimiento está “impregnado de la premonición de la muerte”, al tiempo que detectó el pasaje en el que “esta premonición se convierte en certidumbre”, un momento en el que Mahler indicó en la partitura “con la máxima fuerza”, además de pedir a trombones que levantasen el pabellón de sus instrumentos. Para entonces, sin embargo, Petrenko ya había exprimido varias veces buena parte de los gloriosos decibelios que es capaz de producir su orquesta.

La sección de trompas de los Berliner Philarmoniker; el primero por la derecha, Stefan Dohr.

Algo similar le sucedió en este mismo movimiento con el tempo, puesto que se repitió una tendencia a extremar la lentitud en las partes más apacibles y a acentuar en exceso la rapidez en las más agitadas o conflictivas. Cuando Mahler escribe la indicación Etwas flieβender (algo más fluido), por ejemplo, la aceleración fue demasiado brusca, dejando apenas espacio para las transiciones, otra tendencia generalizada. El conjunto suena muy analítico, muy pensado, muy rocoso, al tiempo que, en consecuencia, poco espontáneo. Pero en el haber es justo dejar constancia de que Petrenko destacó en tres aspectos muy concretos: en incidir en la herencia wagneriana en la música de Mahler, en diseccionar la partitura como si su plasmación sonora nos llegara a través de un microscopio y, sobre todo, en resaltar la modernidad intrínseca de esta música, en la que su autor empezaba a adentrarse en territorios apenas explorados. En el Rondo-Burleske, que planteó a un tempo vertiginoso, trazó puentes con otro compositor que conoce muy bien, Dmitri Shostakóvich. Por fortuna, en una obra de tanta intensidad, Petrenko dejó amplios silencios entre movimientos, al contrario de lo que había hecho Jaap van Zweden el miércoles y el jueves, con el fin de ayudarnos a tomar resuello antes de la siguiente andanada.

Y, como siempre sucede, el golpe de gracia llegó en el Adagio final, capaz de convertir a la causa mahleriana a los más críticos o renuentes, donde Petrenko incurrió en idénticos extremos de tempo y dinámica que en el primer movimiento, aunque aquí el clímax y el largo ritardando previo estuvieron mucho mejor resueltos. Los solos de Stefan Dohr, el poderío de los contrabajos, las posibilidades de gradación dinámica aparentemente inagotables del conjunto de la cuerda o la lenta y progresiva extinción final, en la que la orquesta fue apagándose poco a poco como una pavesa (“extiguiéndose”, escribe Mahler en el casi inaudible último compás), fueron un prodigio sonoro que, claro, caló hondo en el público, que respetó escrupulosamente el largo silencio al que Petrenko invitó con su inmovilidad. Habíamos asistido a un soberano despliegue de maestría orquestal, al igual que los días anteriores, aunque con planteamientos más alambicados y resultados menos orgánicos: una versión más aprendida que vivida. Y la impresión sobre su estado de forma que han dejado los Berliner Philharmoniker, más si cabe con el precedente inmediato de la Sinfónica de Chicago y la Real Orquesta del Concertgebouw, no ha podido ser mejor. Sin entrar en orden de prelación, las tres se encuentran sin duda en la avanzadilla de las mejores formaciones actuales. Nunca anteriormente las orquestas tocaron mejor.

El nombre de Mahler no podía faltar entre los compositores que figuran debajo de la galería del Real Concertgebouw.

En el concierto de clausura del domingo, Sakari Oramo dejó claro desde muy pronto que, a pesar de ser el último incorporarse a este gran festival mahleriano, no acudía como comparsa, sino a dejar también su impronta, y no debe de ser nada fácil salir a un escenario como sustituto de Daniel Barenboim. El finlandés es también violinista, como Jaap van Zweden, y se mantiene en perfecta forma, como demostró hace cuatro años en Madrid al interpretar los exigentísimos Kafka-Fragmente de György Kurtág junto a su mujer, la soprano Anu Komsi. Tener a una cantante en casa le hace conocer muy bien el funcionamiento de la voz, lo que lo convierte en un candidato perfecto para dirigir Das Lied von der Erde, la obra en la que Mahler fundió por fin sus dos intereses compositivos principales: la canción y la sinfonía. Planteada como una contraposición de paradojas o contraposiciones, con uno y otro término confiados al tenor (la exaltación, la primavera, el ahora) y la contralto (la contemplación, el otoño, el más allá), la penúltima obra completada por Mahler es otra larga despedida, esta vez explícita. El “extinguiéndose” del final de la Sinfonía núm. 9 se convierte ahora en los últimos compases de La canción de la tierra en “extinguiéndose por completo”, como si quisiera evitarse cualquier sombra de duda.

Antes, Oramo dirigió magistralmente el Adagio de la Sinfonía núm. 10, el único movimiento que puede interpretarse de la obra sin recurrir a la especulación o la inventiva. Es esta una música llena de silencios (perfectamente modulados por el finlandés), sin base firme, por momentos suspendida en el aire y al borde de la desintegración armónica y, al final, una vez más, también dinámica. Los dos solos de la sección de violas, encabezada por sus dos solistas, Amihai Grosz y Diyang Mei) parecen avanzar sin rumbo y Oramo, sin incurrir en excesos, conduciendo a la cuerda como sólo puede hacerlo quien toca también el violín, se preocupó de resaltar la radical modernidad de esta música, fácil de emparentar con obras contemporáneas de Arnold Schönberg. Con la orquesta disfrutando de mayor libertad, se escuchó una versión sobria, pero de enorme intensidad.

La partitura de ‘Das Lied von der Erde’ aún cerrada en uno de los atriles de los Berliner Philharmoniker en el intermedio del concierto de clausura del Festival Mahler.

Los dos cantantes para Das Lied von der Erde, tan esenciales como la propia orquesta, pues ambos comparten protagonismo con ella a idéntico nivel, habían sido perfectamente elegidos: el tenor alemán Benjamin Bruns y la contralto húngara Dorottya Láng, ambos con voces perfectas para sus respectivos cometidos, muy diferentes. La parte del león en cuanto a exigencias vocales (algunas inclementes) se la lleva él, mientras que es ella quien tiene confiada la música más honda y emocionante. Bruns no se arredró y demostró arrojo y solvencia técnica, con el poderío sonoro imprescindible para hacerse oír, en sus tres canciones, dichas con una dicción siempre cristalina. Láng demostró encaminarse en la dirección correcta para unirse al grupo de las mejores intérpretes de sus tres canciones (Kathleen Ferrier, Janet Baker, Christa Ludwig, Waltraud Meier), coronadas por el sobrenatural Der Abschied, media hora de música transfigurada y terminal. También aquí Oramo dio el espacio imprescindible a los silencios y los solistas de la orquesta (Emmanuel Pahud, Jonathan Kelly y Stefan Dohr, principalmente) lucieron su extraordinaria clase y musicalidad. Láng, también con una dicción alemana impecable, tuvo detalles de grandísima artista, como cuando cantó en los últimos versos de Wang-Wei/Hans Bethge (retocados por Mahler) “Le preguntó adónde se encaminaba / y también por qué había de ser” o “Busco paz para mi corazón solitario” con un dejo trascendente, fundiéndose literalmente con la orquesta en la lenta sucesión de “Ewig” (eternamente) con que la música va sumiéndose lenta y progresivamente en el silencio. También aquí los aplausos se demoraron el tiempo necesario y orquesta, director y solistas fueron aplaudidos largamente como merecían.

Marina Mahler, nieta del compositor, e Iván Fischer el pasado martes en el Concertgebouw tras la interpretación de la Sinfonía núm. 5 de Mahler.

Antes del último concierto, Simon Reinink subió al escenario para expresar múltiples agradecimientos (y fue especialmente elogioso con los técnicos que han hecho posible las transmisiones en directo en el vecino Vondelpark, a las que podía asistirse gratuitamente) y hacer mención expresa de la presencia constante de Marina Mahler, nieta del compositor e hija de Anna Mahler y el director de orquesta (de origen ucranio) Anatole Fistoulari. Otro gallo nos cantaría si quienes rigen el mundo hubieran pasado estos días en Ámsterdam escuchando todas las canciones y sinfonías de Mahler, que construyen toda una filosofía de la existencia humana (y que abundan en reminiscencias de la guerra). Pero eso es, claro, pedir demasiado. La imagen del director húngaro Iván Fischer abrazando a Marina Mahler, dos judíos centroeuropeos que reflejan tantas cosas en sus rostros, es, quizás, el mejor epítome de lo que ha acontecido en Ámsterdam estos días: un festival, como los dos que lo precedieron en 1920 y 1995, llamado a hacer historia.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.
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