

El PSG conquista al fin la Champions League con Luis Enrique
Dirigido por el técnico español, el equipo parisino levanta la segunda Copa de Europa para Francia con una exhibición de fútbol coral y una goleada histórica al Inter de Milán

París, gran capital de la Europa continental, también se convirtió en el centro universal del fútbol. El único club de Primera División de la ciudad durante medio siglo, el Paris Saint-Germain, arrastró a su populosa hinchada hasta Múnich para culminar de modo soberbio uno de los viajes deportivos más tortuosos que ha producido el balompié, siempre tan esquivo a los parisinos. De la mano de Luis Enrique, líder carismático de futbolistas y aficionados, se cimentó una fe y un equipo arrojado que atropelló a todos los grandes de la Premier en cada una de sus citas desde enero. También al Inter, al que le metió un 5-0 que anuncia un cambio de época. Fue la mayor goleada de la historia de la Champions y su gran ideólogo recuerda a Andrés Iniesta como una gota de agua a otra gota de agua. Se llama Vitinha y junto con Neves y Fabián se consagraron al tiempo que fundaban una dinastía de genuino sello cruyffista. El fútbol total vive con ellos.
















Es muy probable que el Inter no esté entre los diez mejores equipos de Europa. Ninguno de sus futbolistas —la mayoría fichados a coste cero, rezagos del mercado— reúne cualidades verdaderamente excepcionales. Pero agarrados al oficio, a la veteranía, a la generosidad, podían hacerse fuertes en torno a una idea de resistencia que elevara sus posibilidades competitivas. El tiempo jugaría a su favor en la medida en que Acerbi y sus zapadores mantuvieran la portería a cero. Si conseguían alcanzar la media hora sin encajar un gol, la confianza les animaría a unirse unos con otros para cerrar más y mejor las vías de paso. Un hombre sobre todos se encargó de dinamitar esa posibilidad. Fue Vitinha, decidido desde que salió del túnel. Pálido, los ojos brillantes, listo, despierto para ir al sitio exacto antes de que la jugada le reclamara, ganándole tiempo al tiempo fue ofreciéndose para ir uniendo eslabones en la cadena de pases hasta persuadir al Inter de que no tenía escapatoria.

Vitinha estaba iluminado. Acudía Lautaro a hostigarlo y se le escapaba con un golpe de cintura. Iba Barella a impedirle avanzar y se giraba ahí donde había un hueco vacío. Inmune a la presión, iba tejiendo líneas de pase hasta colocar a sus compañeros poco a poco en las situaciones que más les convenían. A fuerza de decisiones rápidas y brillantes sacó a Neves del agarrotamiento mental y puso a Fabián en la onda. Lo necesitaban. El PSG entró al campo atenazado por los nervios. El peso de la historia del club, con su recuerdo de fracasos estrepitosos, se cernía como una nube maldita sobre la mayoría, chicos con poca experiencia que nunca se habían visto en un lío semejante. Vitinha tampoco, pero actuó como si llevara un siglo metido en el negocio de aliviar angustias ajenas, dar fluidez donde hay atascos y derribar muros. El portugués operó sin pausa. Sin dejar de moverse. Sin dejar de pensar. A los diez minutos, el Inter estaba encogido en un rincón de su casa en llamas.
Solo faltaba que los delanteros se soltaran. El entramado de Inzaghi resultó particularmente inhóspito para ellos. Pavard, central por derecha, ofició de segundo lateral con Dumfries para frenar a Kvaratskhelia. Al otro lado Bastoni, central izquierdo, dobló a Dimarco en el tapón del carril por el que partía Doué. Barella y Mkhitrayan añadieron mortero a la empalizada. Únicamente el carril del medio, el feudo de Acerbi, ofrecía una posibilidad si la circulación se aceleraba y los marcadores dudaban. Vitinha se ocupó de abrir la puerta en la jugada del primer gol. Fue la síntesis perfecta de lo que significa este PSG en tanto que referencia absoluta del juego elaborado desdela asociación múltiple.
Primero, Vitinha encontró a Kvaratskhelia libre y aprovechando que el bloque basculaba hacia el georgiano se asoció con Fabián, que tiró un desmarque muy audaz hacia el área. Ahí fue Acerbi, y ahí se abrió el hueco. Fabián devolvió la pared y Vitinha envió un pase con mensaje a Doué, que acudió al punto de penalti inspirado por su compañero. El francés recibió y habilitó a Hakimi. Libre en la mitad que había quedado vacía de defensores, como hizo contra el Arsenal en semifinales, aprovechando la obra colectiva, el español iluminó el marcador y lanzó un mensaje ominoso. El Inter —que a lo largo de los 14 partidos que le llevaron a la final apenas fue a remolque durante 16 minutos— se vio en tierra extraña. La hinchada italiana y sus jugadores supieron que solo les quedaba luchar para salvar el honor. La copa estaba perdida.

No hubo ni rastro de los atacantes que hace un mes sembraron el terror en la defensa del Barça. Referencias de un ataque que acribilló con siete goles al Barcelona en la semifinal, Thuram y Lautaro Martínez jamás pudieron anticipar a Pacho y Marquinhos en las poquísimas ocasiones en que sus lanzadores rompieron la presión. Resulta que los centrales del PSG no están para filtrar balones. Están para defender y eso hicieron. Sin brindar ni un centímetro de tregua. El Inter no dispuso de ocasiones de remate hasta que Doue anotó el 2-0 aprovechando una contra propiciada por Pacho. El equipo italiano logró su primer disparo en el minuto 37, en un córner que cabeceó Thuram. Solo a balón parado, en alguna falta lateral, en algún córner, encontró respuestas el Inter.
Inzaghi quitó a Di Marco y a Pavard tras el descanso, formó una línea de cuatro, metió a Bisseck y Zalewski, y buscó la reacción. Imposible. Con el Inter en pleno cambio de registro, Dembélé prosiguió su maratón particular. El mayor solista de la sinfonía experimentó una transformación memorable que le llevó a presionar como nunca lo había hecho en su vida. No dejó en paz a un solo rival. Transcurrida la hora de partido el que se multiplicó fue Vitinha en una jugada que se inscribirá en los anales de la asociación. El hombre recorrió 200 metros a sprint mientras involucraba a varios compañeros en toque y combinación. Culminó apoyándose con Dembélé y metiéndose entre los centrocampistas rivales antes de regalar un pase que dejó a Doué frente al portero, en el 3-0. El gol enterró la final. Luego Dembélé asistió a Kvaratskhelia en el 4-0 y Mayulu metió el último. Para entonces ya se había declarado el festival.
Faltaba un rato para que el árbitro pitara la conclusión y Luis Enrique corría por la banda abrazándose con todos, y especialmente con Vitinha, su pequeño lugarteniente en la campaña más esplendorosa que se recuerda en la Champions desde la eclosión de Xavi e Iniesta en el Barça de Guardiola, otra revolución de centrocampistas creativos y generosos que ahora encuentra eco en París. Su hazaña proporciona gloria a Francia, nación futbolera por excelencia, doble campeón mundial que hasta este sábado solo exhibía una Champions en sus vitrinas, lograda por el Marsella en el lejano 1993.
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