window.arcIdentityApiOrigin = "https://publicapi.elpais.sergipeconectado.com";window.arcSalesApiOrigin = "https://publicapi.elpais.sergipeconectado.com";window.arcUrl = "/subscriptions";if (false || window.location.pathname.indexOf('/pf/') === 0) { window.arcUrl = "/pf" + window.arcUrl + "?_website=el-pais"; }La vida perdida de los Modlin | EL PAÍS Semanal | EL PAÍS{"@context":"https://schema.org/","@type":["NewsArticle","Article","ReportageNewsArticle"],"headline":"La vida perdida de los Modlin","datePublished":"2007-03-04T00:00:00+01:00","dateModified":"2007-03-04T00:00:00+01:00","copyrightYear":2025,"description":"","articleBody":"El cadáver de Nelson Modlin lo encontró un día su mejor amigo. Había muerto fulminado en el salón de su casa antes de alcanzar el teléfono. Según la autopsia, los infartos sufridos durante su vida le partieron el corazón en tres. Su madre había fallecido en 1998, cuatro años antes. Esa noche, su padre la amortajó en la cama y la fotografió en el fúnebre sosiego que él mismo hallaría cinco años más tarde en un hospital madrileño, tras perder el conocimiento aferrado a una botella de Jack Daniel’s, con el cerebro devorado por el alcohol y consumido por la pena de la desaparición de su hijo y de su mujer, el amor de su vida. A los Modlin, una excéntrica familia americana afincada en Madrid desde los años setenta, les sorprendió la muerte de forma tan inquietante como la manera que ellos eligieron para vivir. Una noche de 2003, Paco Gómez, fotógrafo -revelación PhotoEspaña en 2002 y miembro del colectivo Nophoto- y aficionado a rebuscar entre basura, encontró en la calle del Pez de Madrid una montaña de trastos viejos. Una vida tirada por la ventana. Ropa, paquetes caducados de comida, libros en inglés, cartas, hojas manchadas de pintura, revistas ajadas y decenas de fotografías en blanco y negro en las que tres personas posaban desnudas en extrañas posturas. Cogió los retratos, algunas cartas y las instrucciones de una exprimidora, y se lo llevó a casa. Gómez había adquirido la costumbre de hurgar en los desechos durante sus veranos de estudiante universitario, cuando ayudaba a su padre, basurero. “Esa noche pensé que aquello caía en mis manos no por casualidad. Algo me empujaba a investigar la vida de los Modlin”. Así empezó, con la ayuda de su amigo Jonás Bel, a interrogar a los vecinos, al cartero, a los dueños de los bares de la zona; fue descifrando los lugares que mostraban las fotos. Un dato le iba conectando con otro: “Quería descubrir hasta las cosas sin sentido”, dice hoy inquieto mientras mira una caja decorada que su novia le ha regalado. En ella guarda las piezas de este rompecabezas que pronto convertirá en película documental (La familia Modlin). Para resolver el enigma ha rellenado los huecos que paso a paso, pregunta a pregunta, ha ido conociendo; ha recompuesto los esquemas de sus vidas. Apuntar un detalle, unir otro, reconstruir espacios, tal como hacen los arqueólogos con las ruinas. Margaret Marley y Elmer Modlin se conocieron en 1948 actuando en una obra de teatro en la Universidad de Carolina del Norte. Se enamoraron. Un año después se casaron y decidieron marchar a Los Ángeles en busca de fama, independencia y libertad. Los padres de él no entendían que quisiera ser actor, y a los de ella no les gustó que su hija se uniera con el primogénito de un agricultor. Tuvieron un hijo, Nelson, en 1952. Las fotos en blanco y negro congelan la imagen de un ser hermoso y ceñudo, de ojos oscuros y labios brillantes, de aire melancólico y seductor. Obsesionados por el éxito y la belleza, matricularon al niño en el Hollywood Professional School, un centro de arte dramático al que acudían los vástagos de las deslumbrantes estrellas de cine. A principios de los sesenta, Elmer era un actor popular de la televisión gracias a su papel de enfermero en la serie Hospital General y sus colaboraciones en Embrujada. Mientras, Margaret estudiaba un posgrado de arte. Los papeles de segundón del padre apenas si podían mantener la alegre vida familiar. Los Modlin decidieron entonces abrir un restaurante vegetariano, poco frecuente aún en la época, al que se aficionaron escritores como Orson Welles, Anaïs Nin, Aldous Huxley y Henry Miller. Este último era ya autor consagrado tras haber publicado sus trópicos, novelas prohibidas en países de habla inglesa por pornográficas. Miller se convirtió en piedra angular de la pareja. Ambos le idolatraban; Margaret releyó hasta siete veces su libro El tiempo de los asesinos, sobre Rimbaud, y le agasajó con cientos de misivas. El fotógrafo Paco Gómez las ha recuperado. Tras muchas intentonas logró entrar, en febrero de 2006, en la casa de los Modlin en Madrid. Allí, en el altillo de un armario, encontró, encuadernados en cartulina azul y con olor a polvos de talco, varios tomos con todas las cartas transcritas a máquina. En 1969, antes de que los Modlin llegaran a España, Miller posa para el cuadro de Margaret Henry Miller ve más que un águila. Un retrato en el que el escritor aparece sentado sobre una columna griega, frente a un arpa con cara de mujer, un búho a sus pies y vistiendo enormes alas. “Los dos lo consideraban un ser supremo, pero intuyo que hubo una relación incluso amorosa por parte de Miller hacia Elmer”, cuenta Carlos Postigo, amigo de la pintora y marchante de arte. El escritor garabateó a pluma en la contraportada de Trópico de Cáncer, su libro más famoso: “Para Elmer y su tercera existencia”. Margaret fotografía cada uno de estos detalles que los unen. Obsesionada, llegó a pedirle al escritor que certificara que había posado para ella. “Querido Miller”, escribió Elmer, “¿podrías verificar en una nota que efectivamente posaste para tu retrato? (...) Una de las mejores galerías de Madrid está interesada en la obra, pero cuestiona la autenticidad de la firma. Pensamos mucho en ti y esperamos que estés bien. Que Dios te bendiga siempre. Elmer”. Un mes después, el autor contesta: “Querido Elmer, perdona por el retraso, pero estaba curando mi ojo. He decidido que voy a operarme. Te he enviado el certificado que me pediste, pero me ha sorprendido que se cuestione la autenticidad de mi retrato... Mi nuevo libro, My Life and Times, está yendo muy bien; ahora no tengo ninguna copia a mano, pero te enviaré una. Saludos. Henry Miller”. Un golpe de suerte sacudió a Elmer cuando logró un pequeño papel como uno de los adoradores en La semilla del diablo, de Roman Polanski, el filme que encumbró al director polaco. Después no volvió a recibir más ofertas de cine. La falta de trabajo y el estallido de las revueltas raciales de Watts en Los Ángeles preocupaban a los Modlin. Seis días, 34 muertos, miles de heridos, 4.000 detenidos y cientos de edificios en llamas. Un hombre degusta su cerebro con una cuchara en un cuadro que Margaret pinta. Estaban hartos, la ilusión de Hollywood se había roto. Henry Miller les anima a viajar a España. Él había visitado Grecia invitado por Lawrence Durrell y escribió El Coloso de Marussi, un monumento lírico a la sensualidad mediterránea, una crítica brillante al modo de vida americano y un alegato por la paz. Alentados por el escritor decidieron emprender el viaje. Enviaron de avanzadilla a Nelson, con sólo 16 años. Así se libraba, iniciando sus estudios en el extranjero, de la guerra de Vietnam. Encontró una habitación y una plaza en el Colegio Americano de Madrid. “Era una persona de una belleza física y humana tan fuera de lo común que era difícil ignorarle”, cuenta Jaime Lipton, el que desde entonces se convirtió en su mejor amigo. “Vivía en un mundo que nada tenía que ver con el nuestro. Imagina un niño de 16 años viviendo solo que nada más llegar al colegio dijo que quería montar un grupo de objetores de conciencia. Era interesantísimo”. El sentimiento pacifista lo heredó Nelson de su padre. Según su diario, Elmer se describía como el primer marine que pisó la tierra japonesa de Nagasaki el 9 de agosto de 1945, tras la explosión de la bomba atómica en la II Guerra Mundial. Como objetor, con tan sólo 20 años, fue destinado a un barco hospital que se ocupaba de trasladar a los heridos estadounidenses y a cientos de prisioneros de guerra. “Nagasaki aparecía como una gran extensión de cenizas en negro y gris. Un crematorio holocáustico provocado por el odio y el supremo espíritu del mal con jirones de acero restantes de unos pocos edificios retorciéndose agónicos hacia el infierno”, trazó en Nagasaki y yo, un relato sobre su experiencia. Aquella ciudad consumida, como una tumba gigante, le aterró de tal modo que años después su mujer lo pintó desnudo, acurrucado, con la cara de una calavera, indefenso ante una enorme bomba atómica acechante. Él y Nagasaki. Con todos esos cuadros de Margaret metidos en cajones de madera, la pareja se trasladó a Madrid en 1970, un año después de su hijo, en busca del sueño no cumplido de Hollywood. “¿Sabes";display:block;height:1.0625rem;position:absolute;top:1.375rem;transform:rotate(128deg) skew(-15deg);width:.9375rem;box-shadow:-2px 2px 2px #00000017;border-radius:.125rem;z-index:10}} Ir al contenido
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Reportaje:

La vida perdida de los Modlin

El cadáver de Nelson Modlin lo encontró un día su mejor amigo. Había muerto fulminado en el salón de su casa antes de alcanzar el teléfono. Según la autopsia, los infartos sufridos durante su vida le partieron el corazón en tres. Su madre había fallecido en 1998, cuatro años antes. Esa noche, su padre la amortajó en la cama y la fotografió en el fúnebre sosiego que él mismo hallaría cinco años más tarde en un hospital madrileño, tras perder el conocimiento aferrado a una botella de Jack Daniel’s, con el cerebro devorado por el alcohol y consumido por la pena de la desaparición de su hijo y de su mujer, el amor de su vida. A los Modlin, una excéntrica familia americana afincada en Madrid desde los años setenta, les sorprendió la muerte de forma tan inquietante como la manera que ellos eligieron para vivir.

"Cuando encontré todo aquello, pensé que caía en mis manos no por casualidad. Beía investigarlo"
"Nelson trató de buscar su identidad. Se pasó la vida intentando alejarse del ideal proyectado para él"
"Los papeles de segundón del padre apenas si podían mantener la alegre vida familiar"

Una noche de 2003, Paco Gómez, fotógrafo -revelación PhotoEspaña en 2002 y miembro del colectivo Nophoto- y aficionado a rebuscar entre basura, encontró en la calle del Pez de Madrid una montaña de trastos viejos. Una vida tirada por la ventana. Ropa, paquetes caducados de comida, libros en inglés, cartas, hojas manchadas de pintura, revistas ajadas y decenas de fotografías en blanco y negro en las que tres personas posaban desnudas en extrañas posturas. Cogió los retratos, algunas cartas y las instrucciones de una exprimidora, y se lo llevó a casa.

Gómez había adquirido la costumbre de hurgar en los desechos durante sus veranos de estudiante universitario, cuando ayudaba a su padre, basurero. “Esa noche pensé que aquello caía en mis manos no por casualidad. Algo me empujaba a investigar la vida de los Modlin”. Así empezó, con la ayuda de su amigo Jonás Bel, a interrogar a los vecinos, al cartero, a los dueños de los bares de la zona; fue descifrando los lugares que mostraban las fotos. Un dato le iba conectando con otro: “Quería descubrir hasta las cosas sin sentido”, dice hoy inquieto mientras mira una caja decorada que su novia le ha regalado. En ella guarda las piezas de este rompecabezas que pronto convertirá en película documental (La familia Modlin). Para resolver el enigma ha rellenado los huecos que paso a paso, pregunta a pregunta, ha ido conociendo; ha recompuesto los esquemas de sus vidas. Apuntar un detalle, unir otro, reconstruir espacios, tal como hacen los arqueólogos con las ruinas.

Margaret Marley y Elmer Modlin se conocieron en 1948 actuando en una obra de teatro en la Universidad de Carolina del Norte. Se enamoraron. Un año después se casaron y decidieron marchar a Los Ángeles en busca de fama, independencia y libertad. Los padres de él no entendían que quisiera ser actor, y a los de ella no les gustó que su hija se uniera con el primogénito de un agricultor. Tuvieron un hijo, Nelson, en 1952. Las fotos en blanco y negro congelan la imagen de un ser hermoso y ceñudo, de ojos oscuros y labios brillantes, de aire melancólico y seductor. Obsesionados por el éxito y la belleza, matricularon al niño en el Hollywood Professional School, un centro de arte dramático al que acudían los vástagos de las deslumbrantes estrellas de cine. A principios de los sesenta, Elmer era un actor popular de la televisión gracias a su papel de enfermero en la serie Hospital General y sus colaboraciones en Embrujada. Mientras, Margaret estudiaba un posgrado de arte.

Los papeles de segundón del padre apenas si podían mantener la alegre vida familiar. Los Modlin decidieron entonces abrir un restaurante vegetariano, poco frecuente aún en la época, al que se aficionaron escritores como Orson Welles, Anaïs Nin, Aldous Huxley y Henry Miller. Este último era ya autor consagrado tras haber publicado sus trópicos, novelas prohibidas en países de habla inglesa por pornográficas. Miller se convirtió en piedra angular de la pareja. Ambos le idolatraban; Margaret releyó hasta siete veces su libro El tiempo de los asesinos, sobre Rimbaud, y le agasajó con cientos de misivas. El fotógrafo Paco Gómez las ha recuperado. Tras muchas intentonas logró entrar, en febrero de 2006, en la casa de los Modlin en Madrid. Allí, en el altillo de un armario, encontró, encuadernados en cartulina azul y con olor a polvos de talco, varios tomos con todas las cartas transcritas a máquina.

En 1969, antes de que los Modlin llegaran a España, Miller posa para el cuadro de Margaret Henry Miller ve más que un águila. Un retrato en el que el escritor aparece sentado sobre una columna griega, frente a un arpa con cara de mujer, un búho a sus pies y vistiendo enormes alas. “Los dos lo consideraban un ser supremo, pero intuyo que hubo una relación incluso amorosa por parte de Miller hacia Elmer”, cuenta Carlos Postigo, amigo de la pintora y marchante de arte. El escritor garabateó a pluma en la contraportada de Trópico de Cáncer, su libro más famoso: “Para Elmer y su tercera existencia”. Margaret fotografía cada uno de estos detalles que los unen. Obsesionada, llegó a pedirle al escritor que certificara que había posado para ella. “Querido Miller”, escribió Elmer, “¿podrías verificar en una nota que efectivamente posaste para tu retrato? (...) Una de las mejores galerías de Madrid está interesada en la obra, pero cuestiona la autenticidad de la firma. Pensamos mucho en ti y esperamos que estés bien. Que Dios te bendiga siempre. Elmer”.

Un mes después, el autor contesta: “Querido Elmer, perdona por el retraso, pero estaba curando mi ojo. He decidido que voy a operarme. Te he enviado el certificado que me pediste, pero me ha sorprendido que se cuestione la autenticidad de mi retrato... Mi nuevo libro, My Life and Times, está yendo muy bien; ahora no tengo ninguna copia a mano, pero te enviaré una. Saludos. Henry Miller”.

Un golpe de suerte sacudió a Elmer cuando logró un pequeño papel como uno de los adoradores en La semilla del diablo, de Roman Polanski, el filme que encumbró al director polaco. Después no volvió a recibir más ofertas de cine. La falta de trabajo y el estallido de las revueltas raciales de Watts en Los Ángeles preocupaban a los Modlin. Seis días, 34 muertos, miles de heridos, 4.000 detenidos y cientos de edificios en llamas. Un hombre degusta su cerebro con una cuchara en un cuadro que Margaret pinta. Estaban hartos, la ilusión de Hollywood se había roto. Henry Miller les anima a viajar a España. Él había visitado Grecia invitado por Lawrence Durrell y escribió El Coloso de Marussi, un monumento lírico a la sensualidad mediterránea, una crítica brillante al modo de vida americano y un alegato por la paz.

Alentados por el escritor decidieron emprender el viaje. Enviaron de avanzadilla a Nelson, con sólo 16 años. Así se libraba, iniciando sus estudios en el extranjero, de la guerra de Vietnam. Encontró una habitación y una plaza en el Colegio Americano de Madrid. “Era una persona de una belleza física y humana tan fuera de lo común que era difícil ignorarle”, cuenta Jaime Lipton, el que desde entonces se convirtió en su mejor amigo. “Vivía en un mundo que nada tenía que ver con el nuestro. Imagina un niño de 16 años viviendo solo que nada más llegar al colegio dijo que quería montar un grupo de objetores de conciencia. Era interesantísimo”.

El sentimiento pacifista lo heredó Nelson de su padre. Según su diario, Elmer se describía como el primer marine que pisó la tierra japonesa de Nagasaki el 9 de agosto de 1945, tras la explosión de la bomba atómica en la II Guerra Mundial. Como objetor, con tan sólo 20 años, fue destinado a un barco hospital que se ocupaba de trasladar a los heridos estadounidenses y a cientos de prisioneros de guerra. “Nagasaki aparecía como una gran extensión de cenizas en negro y gris. Un crematorio holocáustico provocado por el odio y el supremo espíritu del mal con jirones de acero restantes de unos pocos edificios retorciéndose agónicos hacia el infierno”, trazó en Nagasaki y yo, un relato sobre su experiencia. Aquella ciudad consumida, como una tumba gigante, le aterró de tal modo que años después su mujer lo pintó desnudo, acurrucado, con la cara de una calavera, indefenso ante una enorme bomba atómica acechante. Él y Nagasaki.

Con todos esos cuadros de Margaret metidos en cajones de madera, la pareja se trasladó a Madrid en 1970, un año después de su hijo, en busca del sueño no cumplido de Hollywood. “¿Sabes"> window._taboola = window._taboola || []; _taboola.push({mode:'thumbs-feed-01',container:'taboola-below-article-thumbnails',placement:'Below Article Thumbnails',target_type:'mix'});

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