“De banquero en Madrid a buceador en Filipinas”: cómo la fiebre por cambiar de vida se ha convertido en negocio
Ya sea dejándolo todo para irse a vivir al otro lado del mundo o haciendo viajes compulsivos y apuntándose a deportes de riesgo, el continuo replanteamiento vital está de moda pero obliga a estudiar con detenimiento sus verdaderas causas


En Todo es mentira, (Álvaro Fernández Armero, 1994), el joven interpretado por Coque Malla amenaza continuamente con dejar Madrid y marcharse a Cuenca para empezar una nueva vida. Los episodios más recientes de Españoles por el mundo exhiben cambios bastante más espectaculares y los entrevistados cuentan peripecias como la de Carlos, que pasó de ser “banquero en Madrid a buceador en Filipinas”. Relatos muy parecidos también funcionan en Instagram. Por ejemplo, un hombre mayor con un Rólex en la muñeca promociona su nueva empresa explicando que antes se dedicaba al mundo de las finanzas pero que ahora “ha decidido divertirse un poco montando una tienda de perritos calientes”.
La lógica es la misma que reproducen tantos telefilmes basados en libros de Rosamunde Pilcher (ejecutiva se reinventa gracias a una floristería en Cornualles o recién divorciada conoce a marinero) o la que explora, de manera algo más crítica, Emilia Pérez, cuyo personaje principal cambia radicalmente de vida, aunque, en este caso, no es capaz de desprenderse de su familia. En cualquier caso, el mandato (que también ha captado el vicepresidente estadounidense JD Vance, encantado de relatar una y otra vez su conversión al catolicismo) está en el aire: ¡cambia de vida!
Desde luego, se trata de un mensaje universal y con mucha fuerza, porque, ¿quién no ha fantaseado alguna vez con ello? Tanto si se trata de escapar de las rutinas que nos agobian como si queremos evitar quedarnos obsoletos, encontrar nuevos desafíos o construir un relato biográfico atractivo, los virajes de 180 grados (o “salir de la zona de confort”) parecen en la actualidad una opción menos irresponsable o descabellada que hace algunos años. Mudarse entre ciudades, profesar religiones sucesivas, viajar a países exóticos, encadenar parejas y proyectos profesionales heterogéneos o estudiar distintos másteres que abren las puertas a sectores profesionales diversos son ya ejercicios que forman parte de lo que, a ojos del mundo, nos hace mejores humanos.

Porque, si bien es cierto que el siglo XX estuvo lleno de existencias convulsas, tambaleantes y marcadas por la aventura y el exilio, lo que les sucedió a todos los que huyeron de los totalitarismos o del hambre y empezaron de nuevo muy lejos de donde habían nacido fue algo muy distinto. Aquello estuvo provocado por unas circunstancias históricas implacables o por unas carencias insoportables, y hoy el prestigio y el capital social ya no están ahí, como demuestra el hecho de que la valentía de los migrantes al cambiar de continente casi nunca es tan reconocida como el supuesto arrojo de cualquier emprendedor norteamericano. Hoy, lo que transforma cualquier cambio de vida en un relato épico es, precisamente, que no se haya hecho por necesidad: debe ser voluntario y reflejar la autonomía personal.
Cuando te mueves para no quedarte fuera del sistema
Lucia Berlin fue una escritora cuya biografía resulta casi tan llamativa como su obra. Ella, que nunca consiguió vivir de la literatura y ejerció los oficios más diversos, tuvo una vida dura y llena de sufrimiento. Como sucede, por distintos motivos, con Roberto Bolaño, Anne Sexton o Arthur Koestler, la inseguridad y el desarraigo ayudan a enfocar sus textos y contribuyen a agrandar su mito; pero, está claro, sus casos no son los de unos trotamundos felices en busca de nuevas experiencias o de crecimiento personal. Al contrario, las obras de Berlin (siempre paralelas a sus vivencias) sirven para ilustrar las consecuencias de la ausencia de estructuras colectivas para gestionar reveses como el desempleo o la enfermedad, y jamás animarían a nadie en una situación algo más estable que la de la autora a “echarse a la carretera”.
El catedrático de sociología Luis Enrique Alonso, autor de ensayos como Capitalismo y personalidad o Poder y sacrificio, confirma a ICON que muchas movilizaciones o cambios drásticos que pasan por voluntarios son, en realidad, obligados por la inestabilidad sociolaboral: “Se está produciendo una permanente búsqueda de soluciones biográficas a las contradicciones sistémicas: hay una permanente movilización de energías individuales para contrarrestar la desconfianza en las instituciones tradicionales. La gestión de riesgos se ha traspasado principalmente al ámbito personal, acudiendo a los mecanismos de mercado”, indica. “Lo que ha sucedido es una situación de desarraigo laboral, social y geográfico que convierte a las personas en un papel en blanco que se tiene que reescribir constantemente. Y se ponen como ejemplos para favorecer el relato procesos que implican mucho capital: puedes cambiar de trabajo porque eres un alto ejecutivo, pero fuera de esas élites hay un montón de gente que no puede pujar por nada y es llevada y traída”, continúa el profesor.

Así que, aunque el aumento de la longevidad, algunas tecnologías y fármacos y una aceleración temporal (que comprime más tareas en periodos más cortos de tiempo) han aumentado las posibilidades de vida para millones de ciudadanos, buena parte de ellos no terminan de estar cómodos con los relatos triunfalistas sobre la necesidad de reinventarse y, si mantienen ese movimiento agotador que exigen el mercado laboral y las redes sociales no es tanto porque disfruten del proceso como por miedo a ser excluidos. “Hay un dispositivo ideológico que trata de convencernos de que no hay nada fijo, no hay nada estable y, por tanto, debemos reinventarnos constantemente. Una analogía tecnológica que se usa mucho es la de las actualizaciones del ordenador, algo que esconde un discurso muy agresivo: como no haya un cambio permanente, te vas a quedar desfasado”, explica Alonso.
Muchos de los mitos que recientemente han permeado desde el mundo de los negocios al de la realización personal o la autoayuda, como el de la capacidad creativa o el talento, proceden, a su vez, del mundo del arte. Como explica Terry Eagleton en su ensayo La estética como ideología, los artistas han sido, desde el s. XVIII, un modelo de comportamiento para comerciantes y empresarios que apreciaban en ellos su independencia, su libertad y su capacidad para crear obedeciendo solo sus propias reglas. Pero la independencia y la creatividad no siempre garantizan la felicidad, como bien sabe Javier Peña, autor del ensayo Tinta invisible y conductor del podcast Grandes infelices (también un libro, editados ambos por Blackie Books). En su programa, Peña elabora biografías de grandes escritores (como la propia Lucia Berlin) y expone las dificultades que atravesaron. El título no engaña: incluso con su talento y habiendo llevado vidas emocionantes o excepcionales, la mayoría lo pasaron bastante mal.

A pesar de las referencias que maneja, Peña no es del todo pesimista y explica que muchas aventuras o viajes personales no tienen por qué implicar cambios desgarradores, ni siquiera para los creadores: “Existen muchos tipos de aventuras, no necesariamente tienes que ser como Yukio Mishima y secuestrar un cuartel del ejército japonés para ser escritor”, comenta. “A veces la vida estable y ordenada también tiene mucho de aventura, y el escritor es capaz de observar la aventura incluso en lo cotidiano. Por ejemplo, cualquier gran historia de amor puede ser una aventura increíble y gasolina para la creatividad”, indica el autor, que después de analizar tantas vidas, cree que “el desarraigo es algo que acabamos pagando”. “El hecho de ser creador o querer vivir muchas aventuras puede servir para ciertas etapas, pero llega un momento en que todos buscamos la tranquilidad o la comodidad, establecer arraigos y tener amistades y relaciones duraderas”, zanja Peña.
La transformación de un impulso espiritual en consumo
Pero no todas las pulsiones de cambio tienen que ver con la innovación empresarial o la competencia entre trabajadores (aunque acaben favoreciéndolas). Como ha detectado el filósofo Peter Sloterdijk, detrás de muchas decisiones sorprendentes, huidas de lo cotidiano o “secesiones de lo habitual” existe un impulso casi místico o de origen religioso. En su ensayo Has de cambiar tu vida el alemán sostiene que desde que Nietzsche escribiera cosas como “todas las ascensiones comienzan en el campamento base de la vida corriente”, es posible una verticalidad o ascesis (prácticas encaminadas a la liberación del espíritu) sin Dios, a través de medios que podrían ser el gimnasio, los viajes, la inversión o la acumulación de experiencias sexuales. Sloterdijk defiende que el hombre contemporáneo se produce a sí mismo a través de “ejercicios” y “movilidad” que siempre incluyen “las pruebas de valentía de las propias fuerzas”. “Ahora se exigiría”, escribe el filósofo, “la desnaturalización de la normalidad y la conversión de lo improbable en una segunda naturaleza”.
La poeta Lola Tórtola, que con Los dioses destruidos ganó el Premio Nacional de Poesía Joven y es cirujana de profesión, confiesa que esta cuestión (la pregunta sobre qué parte de lo que hacemos es una huida hacia ninguna parte) lleva años preocupándola, como demuestran versos como: “Es en tiempos de aburrimiento que debemos decidir —más que ninguna otra vez— a quién adoramos. / Al hinduismo, budismo, al yoga y al reiki / A los filtros color vintage / A la fluoxetina / a un ir y venir plácidamente inconsciente por estaciones de tren de países en huelga”.
Tórtola, nacida en 1997, comparte su propia experiencia: “Intenté viajar, estudiar algo más allá de mis lecturas, procurarme una profesión que me mantuviera cerca de la mayoría de gente y que, pensé, me daría a eso que llamamos experiencias o, al menos, cierto conocimiento de la vida de segunda mano. En su momento funcionó, no lo niego. Pero con el tiempo siento que hemos banalizado la búsqueda de aventuras. Prefiero la profundidad. Cada vez aspiro a hacer menos, a viajar menos. Al fin y al cabo, son pocas las cosas que realmente nos importan y nos marcan. Por supuesto que un artista necesita vivir, experimentar cambios, encontrarse con nuevas formas de ver las cosas, pero cada vez dudo más de que para ello haya que irse a buscarlo constantemente al lugar más alejado de nosotros mismos”.
Si bien acabamos de comprobar que detrás de buena parte de nuestras “huidas hacia adelante” existen unos imperativos sociales y laborales (desde aquel “no quedarse atrás” a la “realización en el consumo”) y unas razones que rozan lo religioso, también es innegable que tras algunas fantasías de cambio existen deseos personales, sinceros y espontáneos. Tórtola los asocia a la insatisfacción: “A lo largo de la historia, repleta de guerras, destierros y demás penurias, el deseo era encontrar la paz, volver a casa, que los seres queridos vivieran. De eso se ha escrito, principalmente hombres, y eso es lo que hemos aprendido en los libros o en el cine. Pero ahora sucede que en una parte del mundo occidental hemos conseguido superar esas dificultades. Aparentemente, un porcentaje importante de la población tiene su supervivencia asegurada. Y, sin embargo, a menudo encontramos una insatisfacción a la que no conseguimos poner nombre. Por eso hay quien se propone correr maratones, arriesga su vida perfectamente normal de médico para escalar el Everest, toma aviones compulsivamente a Nueva York, a Budapest, Tailandia, Sudáfrica, a India, continúa en la espiral de consumismo, se apunta a yoga y se hace budista, o fantasea con una catástrofe a nivel mundial que dote a su vida de la posibilidad de la épica, que rompa con su horario laboral”, recapitula la médico y poeta. Lo que comenta parece un círculo vicioso: muchísimo trabajo para escapar del trabajo. Y es que, ante el mandato “debes cambiar tu vida”, también puede darse otra respuesta, más colectiva: ¿y por qué no cambia el mundo?
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