El cero y el infinito
La colaboración es una ventaja evolutiva. A la larga, nadie se salva sin contar con apoyos


Como niños que se disputan un solo juguete, extendemos los brazos y pensamos, sí, el mundo es una pugna. Lo que un jugador gana, otro lo pierde. La metáfora perfecta de la batalla por las recompensas finitas es la tarta de cumpleaños: tu porción solo puede aumentar menguando la ración de los demás. El mundo no es un pañuelo, sino un pastel que todos quieren engullir a solas. Los expertos llaman a este concepto “la falacia de la suma cero”. Consiste en creer que, si alguien consigue algo, otro debe sufrir una pérdida de exactamente el mismo valor. Esta mentalidad, hoy en auge, late en opiniones extendidas: los ricos se enriquecen a costa del resto, los hombres retroceden cuando las mujeres avanzan, el Sur se aprovecha del Norte, los extranjeros nos quitan trabajo y beneficios sociales, los demás países abusan de la gran potencia global.
Así florecen los discursos maniqueos —eres ganador o perdedor, devoras o eres devorado— y líderes manipuladores que convierten la confrontación en un camino inexorable. Con su visión divisiva, empujan a comunidades y países hacia una actitud cínica y contagiosa, un conmigo o contra mí. Como si no existiese la suma positiva, como si no pudiesen ganar a la vez muchas personas. Esta falacia agudiza los antagonismos, nos impulsa a vivir alienados y sin aliados. Una mirada cerril y cerrada que entraña el peligro de abocarnos a situaciones donde todos pierden, cuya manifestación extrema es la guerra.
La psicología afirma que esta actitud de suma cero nace de una percepción de escasez y del sentimiento de amenaza. Según las investigaciones, hunde sus raíces en el miedo, y predomina en sociedades jerárquicas con gran desigualdad económica. Quienes defienden esta visión suelen definirse como realistas: el mundo es así, no hay alternativa. Sin embargo, paradójicamente, sus vidas cotidianas están recorridas por innumerables formas de colaboración.
En el mundo grecorromano, la hospitalidad era sagrada. La palabra xénos, que hoy sobrevive en “xenofobia”, significaba “extranjero” y “huésped”. Los viajeros tenían escasa protección de las leyes; por eso, necesitaban confiar en la buena voluntad de los desconocidos. Era un deber religioso acoger al recién llegado, ofreciéndole comida y techo. El anfitrión y el invitado intercambiaban un symbolon, un objeto dividido en dos partes que se ensamblan, para reconocerse en el futuro, incluso sus hijos y nietos. Ambas familias quedaban unidas: cuantos más favores, mayor protección. Esa reciprocidad se consideraba una bendición que atravesaba generaciones. En la epopeya antigua, el forastero siempre era un bien para la casa que lo acogía. A veces, los dioses se disfrazaban de mendigos para poner a prueba la generosidad de los humanos. Por eso dice la Epístola a los hebreos: “No olvidéis la hospitalidad, ya que, por ella, sin saberlo, algunos hospedaron ángeles”. Esta antigua costumbre, como la del regalo, es un ejemplo de mutuo beneficio y reciprocidad. Y muestra que el miedo puede impulsarnos a la lucha de todos contra todos, pero también a la colaboración y la alianza.
La Odisea es una narración sobre la hospitalidad. El marino Odiseo es recibido por los habitantes —fieros o compasivos— de las costas donde naufraga: los despiadados cíclopes, la atractiva bruja Circe, la tierna ninfa Calipso, los indolentes lotófagos, los prósperos feacios… Tras una década de ausencia, el héroe regresa a Ítaca, su reino. Allí descubre que algunos nobles conspiran para arrebatarle el trono y se disfraza de mendigo para pasar desapercibido mientras urde su venganza. Eumeo, un humilde porquero que atiende las pocilgas de palacio, acoge en su cabaña al rey sin reconocerlo. Al amor de la hoguera, los dos hombres comparten comida y charlan. Así, Odiseo escucha la historia del silencioso y fiel servidor en el que nunca antes se fijó. Eumeo había nacido príncipe de una remota isla, pero había sido raptado siendo niño por su nodriza, vendido a unos piratas y subastado como esclavo en Ítaca. El héroe escucha a un hombre de sangre real, su igual, que ahora cuida las piaras de sus cerdos, sin familia ni fortuna ni libertad. Comprender, como aquella noche Odiseo vestido de harapos frente al fuego, que los mayores vaivenes caben en cualquier vida, que la adversidad puede irrumpir en un hogar seguro y que todos dependemos de la bondad ajena, nos ayudaría a ser, ante las desgracias de los demás, menos pasivos y más compasivos.
La antropología ha estudiado la hospitalidad y el don en numerosas culturas como símbolo de reciprocidad. Dar y recibir regalos eran tareas principales en la jornada laboral de un héroe homérico. No es una licencia literaria: refleja una costumbre real y regia en el mundo micénico. ¿Por qué aquellos reyes tan celosos hacían regalos a cada cual más espléndido, menguando su tesoro para acrecentar los bienes ajenos? El regalo no es el objeto que se entrega; es el vínculo, la alianza, la confianza. De acuerdo con la mentalidad de la suma cero, la lógica del depredador debería haber barrido a quienes renuncian a su interés dando o cuidando a los demás, incluso más allá del parentesco. Sin embargo, de alguna manera descubrimos que compartir genera beneficios mutuos, ganancia individual y logros colectivos. Somos capaces del mayor egoísmo, pero también, por estrafalario que parezca, de dar y repartir, incluso de regalar. Nuestra adaptación modeló un cerebro contractualista, preparado para entender que la colaboración es una ventaja evolutiva. A la larga, nadie se salva sin apoyos. Hay que tener ambición: por qué conformarte con ser un triunfador que avasalla al prójimo cuando puedes convertirlo en tu aliado. Aunque saborees la victoria en Troya, un día llegarás a Ítaca en harapos y tal vez tu única esperanza estará donde menos creíste, en las pocilgas.
La investigadora Elinor Ostrom, premio Nobel, rebatió desde la economía la tesis de la contribución nula, según la cual los seres humanos no están dispuestos a cooperar, ni siquiera cuando la cooperación sería mutuamente beneficiosa, salvo que sean obligados por normas externas. Los partidarios de esta idea afirman que ninguna persona contribuiría al bien común sin coerción. Sin embargo, Ostrom reunió evidencias de que “personas en todas las esferas y en todas partes del mundo se organizan para defenderse mutuamente ante los riesgos y proteger los recursos naturales”. En toda sociedad hay individuos “más deseosos que otros de trabajar en reciprocidad”, pero, cuando los cooperadores se reconocen, tejen redes eficaces y resistentes.
Nuestros antepasados antiguos creían que cultivar la hospitalidad y la reciprocidad eran normas sagradas, además de sagaces. Como afirma el Deuteronomio: “Amaréis al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros”. Ciertos líderes nos hacen creer que la colaboración es un mal negocio o un animal mitológico, pero la leyenda de los seres humanos nacidos para buscar solo la máxima ventaja a toda costa está ya desacreditada por la biología: el individualismo egoísta por naturaleza es un invento sin sustento. Perseguir el mayor beneficio caiga quien caiga suele acabar en el ojo por ojo: a largo plazo, todos tuertos. El desarrollo de nuestra especie prueba que es más racional buscar la cooperación que el conflicto, lograr aliados que crear adversarios, cultivar el regalo y no el palo. El más capaz no es el más rapaz, porque en la convivencia nos jugamos la supervivencia.
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