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TRIBUNA
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Estados Unidos, hacia el Estado policial

Muchas de las cosas que están pasando desde el regreso de Trump a la Casa Blanca recuerdan a los que ocurría en los regímenes comunistas

Trump, caricaturizado como Hitler, en una manifestación de protesta contra sus políticas el pasado 19 de abril en Nueva York.
Monika Zgustova

Hace casi seis semanas, la estudiante turca Rumeysa Ozturk caminaba por la calle en Somerville, en el Estado de Massachusetts, y buscaba el restaurante donde había quedado para cenar con unos amigos. Entonces un hombre le cortó el paso; ella intentó seguir caminando cuando cinco hombres más, policías vestidos de paisano, le quitaron su teléfono y su mochila y, tras esposarla, la introdujeron en un coche. Se la llevaron 2.400 kilómetros lejos de su casa, a un centro de detención situado en Luisiana, por haber publicado un artículo sobre Gaza en la prensa universitaria. Sin juicio. Durante 48 horas, nadie supo nada de ella. Además, se ignoraba que, sin notificación alguna, el Departamento de Seguridad Nacional había cancelado arbitrariamente su visado de estudiante convirtiéndola de este modo en ilegal (sobre este procedimiento, el secretario de Estado, Marco Rubio, proclamó ante la prensa que su departamento había revocado ya más de 300 estatus legales y que habría más: “Cada día buscamos a lunáticos de esos”). Algo parecido también les pasó a otros extranjeros detenidos de modo similar: alemanes, rusos, canadienses, árabes.

Esos casos me hacen pensar en las personas que eran detenidas en los regímenes totalitarios comunistas del siglo XX. Hace unos años, entrevisté a una decena de mujeres sentenciadas a años o décadas en el gulag, durante el estalinismo y después de él, que me contaron historias parecidas. La española Lina Prokófiev, cantante de música clásica y mujer del compositor, durante su estancia en Moscú a finales de los cuarenta fue secuestrada en plena calle por la policía secreta soviética, que la llevó a la cárcel y de allí al gulag siberiano, donde pasó siete años talando árboles y pelando patatas congeladas. A Irina Emeliánova —la hija de Olga Ivínskaia, el último amor de Borís Pasternak—, tras la muerte del poeta, en 1960, la KGB la arrestó junto a su madre y las envió al gulag, mientras al novio francés de Irina, Georges Nivat, después de envenenarlo, lo subieron a un avión que llevó a ese experto en literatura rusa lejos de la frontera soviética. Esta fue la venganza del régimen por la publicación de la novela El doctor Zhivago en el extranjero.

La arbitrariedad, la persecución y la falta de respeto por el Estado de derecho es lo que mejor define a los regímenes totalitarios. Sin ir más lejos, pienso en mi padre. En los cincuenta, era un joven profesor universitario que vivía con mi madre en Praga, capital de una Checoslovaquia en la esfera de la Unión Soviética. Un día, a mis padres les despertó el timbre en medio de la noche. Dos hombres con abrigos de cuero se llevaron a mi padre a la cárcel, donde —recurriendo a la tortura— intentaron que colaborara con la policía secreta como denunciante de sus colegas de la universidad. Mi padre no cedió bajo la presión de la policía secreta, así que los timbrazos de madrugada se repitieron una y otra vez; nunca se sabía cuándo mi padre volvería ni si volvería.

Desde que Donald Trump llegó al poder, algunos legisladores propusieron una recompensa para los que encuentren a inmigrantes indocumentados. Además, Marco Rubio ordenó a los empleados del Departamento de Estado que informen sobre cualquier caso de compañeros de trabajo que muestren “prejuicios anticristianos”. En los países comunistas, las denuncias se pagaban con favores, de modo que si alguien codiciaba un piso, bastaba con denunciar a su inquilino para que este pronto acabara en el gulag y el piso fuera adjudicado al denunciante. Como en la era estalinista, los expulsados de Estados Unidos pueden ir a parar a las temibles cárceles de El Salvador o a Guantánamo. En un artículo reciente, la periodista Masha Gessen habla de grupos formados a propósito para llevar a cabo las denuncias. Gessen menciona especialmente la organización Documenting Jew Hatred on Campus, que ha empezado a identificar a los profesores de la Universidad de Columbia que, según el grupo, deberían de ser purgados.

El secretario de Estado, Marco Rubio, además, ha hecho un llamamiento a los diplomáticos estadounidenses para que no faciliten visados de entrada a su país a quien haya criticado a la presente istración o a Israel, aunque la crítica consistiera en un corazón bajo un post de Instagram. Así proceden los autócratas: Rusia dejó de emitir visados a los periodistas críticos con la guerra contra Ucrania. En la Praga comunista de mi niñez no había extranjeros irando las vistas desde el puente Carlos porque tenían miedo a viajar a un país donde estarían vigilados, importunados y posiblemente acosados. De modo parecido, conozco a un buen número de escritores, periodistas y científicos europeos y asiáticos que han cancelado sus viajes laborales a Estados Unidos. El historiador norteamericano Timothy Snyder me contó recientemente por qué él y su mujer, la profesora Marci Shore, habían tomado la decisión de mudarse a Canadá.

Muchas de las cosas que pasan hoy en Estados Unidos me recuerdan lo que ocurría durante mi niñez. Nosotros sabíamos perfectamente cuáles eran las palabras y los conceptos “no recomendados” —en otras palabras, prohibidos— por el régimen comunista. La istración de Trump también ha publicado su lista de términos “no recomendados”; entre el centenar de entradas figuran palabras tan cotidianas como “mujeres”, “víctima”, “trauma”, “sexo”, “sexualidad”, “inmigrantes”, “racismo”, “identidad”, “género”, “expresión”, “diversidad” y “activismo”. La censura, que tan bien conocemos los que hemos experimentado el totalitarismo, está empezando a implantarse en Estados Unidos. En febrero, las cinco mayores editoriales estadounidenses denunciaron ante los tribunales la prohibición en las escuelas y las bibliotecas de algunas novelas, entre ellas Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut y El cuento de la criada, de Margaret Atwood.

A los regímenes como el comunista o el que está imponiendo Trump les gusta generar caos para que no haya otra norma que la imprevisibilidad. Y la imprevisibilidad engendra miedo: todo el mundo sabe que en cualquier momento el régimen le puede acorralar. Por eso, músicos como Dmitri Shostakóvich en la Unión Soviética, escritores como Václav Havel y académicos como mi padre en Checoslovaquia dormían mal con su maletín para la cárcel preparado bajo la cama, mientras angustiosamente intentaban captar el menor ruido en la noche. Mis amigos en Estados Unidos me cuentan que han empezado a notar señales de miedo, tanto entre americanos como entre extranjeros: estos temen ser deportados. Los barrios habitados mayoritariamente por inmigrantes están quedando vacíos: la gente tiene miedo a salir de casa. Muchos indocumentados han dejado de acudir al trabajo, y los niños no van a la escuela. El temor de los americanos es a perder su trabajo. La autocensura se extiende. En los setenta, tras la invasión soviética, mi padre vio cómo las autoridades iban echando a sus colegas de la universidad y los sustituían por personas de confianza que no eran expertos en la materia que enseñaban, pero obedecían las consignas políticas. Por eso, en los años setenta mis padres tomaron la dolorosa decisión de exiliarse con sus hijos. Al igual que Timothy Snyder y Marci Shore hoy.

Estos días, cuando observo a Elon Musk, quien, al igual que las autoridades comunistas de mi país de origen, ha despedido a decenas de miles de trabajadores necesarios de distintas áreas, no puedo dejar de pensar en los perseguidos del siglo XX, ese siglo de ideologías y guerras cuya lógica ha invadido el presente siglo y lo ha llenado con más autocracias y guerras, y de nuevo con ciudadanos que viven con miedo, amenazados y acosados en el país que hasta hace tres meses era el paradigma de la libertad.

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