¿Justicia ‘versus’ política?
En nuestro sistema no caben “jueces insumisos” a los mandatos emanados de la Constitución o del poder legislativo

¿Existe un verdadero y auténtico conflicto entre la justicia y la política que pone en riesgo el correcto funcionamiento de nuestra democracia constitucional? ¿Asistimos a una mutación encubierta del Estado social y democrático de derecho configurado en la Constitución de 1978 en un Estado judicial, en el sentido de que los jueces asumen la gobernanza del sistema político?
¿Qué podemos hacer para procurar una buena justicia orientada a fortalecer el Estado de derecho que garantice el imperio efectivo de la ley y que contribuya, y no obstaculice, el establecimiento de una sociedad democrática avanzada, cohesionada en torno a la consecución de los valores de libertad, igualdad, solidaridad y pluralismo político?
Existe un amplio consenso entre los principales analistas y observadores de nuestro sistema constitucional, y, particularmente, en la comunidad jurídica, acerca de que la politización de la justicia y la judicialización de la política constituyen una amenaza al modelo de gobernanza constitucional, sustentado en la lógica del principio de división y limitación del poder y en el principio de legitimidad democrática.
La politización de la justicia se origina cuando la judicatura abandona su posición constitucional de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado con independencia e imparcialidad, con base a la estricta aplicación de la Constitución y las leyes en garantía de los derechos de los ciudadanos, y se transforma en un actor subversivo del sistema político-constitucional, invadiendo espacios y escenarios que corresponden al activismo político militante, ejerciendo la potestad jurisdiccional con fines espurios, con el resultado de falsear los postulados de la democracia jurídica, fundada en el respeto al principio de legalidad constitucional.
La judicialización de la política se ocasiona cuando los Juzgados y Tribunales son inducidos a pronunciarse como instancia dirimente de conflictos y controversias de naturaleza política, que son propios de la legítima lucha partidista, que deben resolverse en el marco del proceso político y no en el ámbito de la jurisdicción.
El círculo virtuoso de la justicia exige un poder judicial que ejerza la función de juzgar en el marco de un sistema democrático, basado en el equilibrio y contención de los poderes constituidos. Por ello, el activismo judicial que pueda entenderse como un deslizamiento de la soberanía del pueblo hacia el juez resulta incompatible con el Estado constitucional, como advierte el magistrado francés Antoine Garapon.
Nuestra Constitución reclama jueces competentes, disciplinados en la defensa del universo de valores constitucionales, que abracen, sin fisuras, la cultura de la independencia e imparcialidad judicial, y que aseguren la paz y la armonía social.
La Constitución prohíbe expresamente en el artículo 127 el juez recognoscible como juez político, que pone en riesgo con sus actuaciones o comportamientos procesales o extraprocesales su imparcialidad, por cuanto supone, según sostenía el presidente del Tribunal Constitucional Francisco Tomás y Valiente, una deformación disfuncional de la concepción de juez constitucional.
Nuestra Ley fundamental impone una magistratura acantonada en la estricta observancia de la Constitución, que no se guie por sus convicciones ideológicas, filosóficas, morales o religiosas.
En nuestro sistema jurídico-constitucional no cabe el establecimiento de “jueces insumisos” a los mandatos normativos emanados de la Constitución o del poder legislativo. Los jueces están obligados a realizar un juicio previo de constitucionalidad de la ley aplicable, y legitimados para plantear, en su caso, cuestiones de inconstitucionalidad cuando tengan la convicción de que la ley puede incurrir en motivos de inconstitucionalidad.
El poder jurisdiccional de los jueces se configura en la Constitución no como poder absoluto, sino limitado, sujeto a reglas y procedimientos de carácter procesal, que configuran el derecho de los justiciables a un proceso justo y equitativo.
El Consejo General del Poder Judicial no se instituye en la Constitución como un vaso comunicante entre la justicia y la política para enturbiar o socavar con su actuar polarizante la imagen de independencia e imparcialidad de la jurisdicción.
Se configura como un órgano autónomo, equilibrado y no subordinado al poder ejecutivo, instrumental, en cuanto que su función es contribuir a garantizar la independencia judicial, ejerciendo sus funciones gubernativas de forma objetiva y transparente, al servicio del interés general.
El Consejo, según enseña el Tribunal Constitucional, no se reconoce en la Constitución como expresión o manifestación del autogobierno de la judicatura. No gestiona intereses propios del poder judicial ni intereses corporativos. No puede erigirse como representante del conjunto de jueces y magistrados. Y debe evitar traspasar al seno de la carrera judicial la división ideológica existente en la sociedad.
Por ello, el Consejo debe avanzar reflexivamente en la búsqueda de su arraigo constitucional, desde una visión no patrimonialista de las estructuras de la justicia, como institución garante de la independencia judicial. Con este objetivo, los vocales están obligados a actuar con rectitud e integridad, despojados de cualquier sesgo estamental o clientelar. Deben ajustar su actuación a la lógica y dinámicas congruentes con la institucionalidad. Están obligados a distinguirse por lograr consensos, particularmente, en el ámbito del ejercicio de sus competencias de naturaleza discrecional, como las relativas a las materias de ascensos y nombramientos, sin que puedan hacer un ejercicio desviado de sus facultades gubernativas.
En un Estado caracterizado como Estado constitucional, justicia y política no son términos antagónicos ni contrapuestos, pues la conjunción de ambas nociones resulta esencial para el desarrollo y supervivencia de la democracia.
La política se identifica con el dominio de la palabra y del dialogo, con el escenario de la libertad, de la ética y de la responsabilidad, cuya finalidad es promover la convivencia democrática y la justicia económica y social.
La política es contingente. Se articula a través de una negociación constante entre lo necesario y lo posible, en aras de la consecución del interés general.
La justicia es una de las funciones del Estado constitucional que proporciona certidumbre y seguridad jurídica. Es, también, un ideal democrático y un valor superior del ordenamiento jurídico, que vincula a todos los poderes a actuar con el objeto de conformar un orden económico y social justo, orientado hacia la realización de la igualdad, el progreso y el bienestar social.
En un Estado constitucional, como el constituido en España a partir de 1978, la democracia política es indisociable de la democracia jurídica.
Una buena justicia es inequívocamente uno de los presupuestos condicionantes de la buena política. Una istración de justicia comprometida con la protección de los derechos civiles, económicos y sociales, que se ocupe de las cosas que afectan a la ciudadanía, y resuelva con agilidad y prontitud los conflictos haciendo patente la función racionalizadora del derecho, contribuye a consolidar las bases regulatorias de un orden económico y social justo, que facilita la implantación de las políticas públicas de progreso tendentes a la realización del proyecto integrador de la vida colectiva que auspicia nuestra Constitución.
Y una buena política judicial, que refuerce la posición de los tribunales de justicia como guardianes del derecho y las libertades, es una condición indispensable para hacer efectiva la vigencia del Estado constitucional.
La Constitución no es una máquina que funcione sola, sino merced a la acción de la política democrática y el actuar de la justicia independiente.
Desde esta perspectiva, en mayor medida en estos tiempos convulsos e inquietantes, que Michael J. Sandel caracteriza de descontento democrático, y que podemos definir de desarraigo y fragilidad democrática, en que nuestro modelo de sociedad se enfrenta a incertidumbres globales, nuestra democracia constitucional requiere de todos los actores políticos e institucionales que promuevan firmemente políticas de institucionalidad, que refuercen los mecanismos de pesos y contrapesos, y que incentiven el logro de escenarios de moderación, contención, confianza y responsabilidad en los ámbito de la política y la justicia.
Solo una práctica institucional responsable de los titulares de los tres poderes del Estado, acorde con el principio de lealtad constitucional, puede permitir corregir los fallos del sistema judicial, tratando de revertir la imagen de una justicia polarizada, en aras de recuperar la confianza de los ciudadanos en el poder judicial y en la istración de Justicia.
La ciudadanía no quiere una justicia fría y árida, colapsada por la escasez secular de medios y recursos, sino una justicia amable y cálida, eficiente y transparente, y de calidad.
La buena gobernanza del sistema judicial requiere que todos los poderes del Estado implicados en las tareas de despliegue de la justicia, —legislativo, gobierno y poder judicial— acepten como paradigmas de su actuación “convenciones y directrices constitucionales”, basadas en el pleno respeto al espíritu y la letra del enunciado del principio democrático y al significado del principio de justicia como equidad.
Avanzar en el desarrollo de una política democrática para el bien común del conjunto de la sociedad y en forjar una justicia para todos, en un proceso de democratizar la democracia, tal como propugnan los profesores de la Universidad de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, constituye una aspiración legítima de la ciudadanía, que debe permitir la expansión de los valores y principios democráticos que dan carta de naturaleza al Estado onstitucional, con el objetivo de que el Estado de derecho pueda revalorizarse y materializarse en un Estado de justicia.
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