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Columna
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Y dicen que ‘Black Mirror’ es alarmista

La serie distópica nació en 2011 y nos enseñó qué temer de un futuro muy cercano. Uno de sus nuevos capítulos vuelve a ponernos ante el espejo, como hizo el primero

Chris O'Dowd y Rashida Jones, en el capítulo 'Gente corriente' de 'Black Mirror'.Vídeo: NETFLIX
Ricardo de Querol

En 2011 estábamos descubriendo las redes sociales, acababa de lanzarse WhatsApp, y llevábamos poco tiempo con el iPhone, que incorporaba la voz de Siri, y menos con Android. No estábamos seguros de a dónde nos llevaba esa rápida proliferación de pantallas de bolsillo, pero el ánimo global era sombrío porque todavía sangraban las heridas de la Gran Recesión. Aquel año el Channel 4 británico estrenó la serie Black Mirror, la más desasosegante de las distopías, porque no nos habla de un futuro lejano sino del que está llegando ya o intuimos que va a llegar muy pronto. Netflix se hizo con los derechos en 2015, después de dos temporadas, y va por la séptima.

El primer capítulo se viralizó enseguida, en esas redes que empezaban y por el viejo boca a boca. La historia era grotesca: un primer ministro británico es chantajeado, tras el secuestro de la princesa, para forzarle a copular con un cerdo ante todo el país, en directo en televisión. Un comienzo muy rompedor de una serie que está en deuda con el espíritu misterioso de The Twilight Zone, pero muy pegada a los temores de la sociedad de medio siglo después.

Británica en su origen, hollywoodiense después, Black Mirror ha dado mucho que hablar y que escribir, pero nunca logró la unanimidad de la crítica. Porque es una antología de historias sueltas, dentro de un hilo temático, lo que necesariamente implica cierta irregularidad. Algunos consideran esta ciencia ficción sensacionalista, demagógica, alarmista, maniquea. Otros encontramos a menudo algo que nos atrapa o que nos revuelve.

La primera entrega de la séptima temporada estrenada en abril, Common People (Gente corriente), ha vuelto a generar conversación. Nos habla de una pareja feliz, pero en la precariedad económica, que se ve en una situación límite: la supervivencia de ella, despertada de un coma por la neurociencia, depende de una suscripción mensual a una compañía y de sus caprichosas coberturas. Una sátira cruel de la desigualdad y el tecnocapitalismo, de los servicios de suscripción con o sin anuncios (como el propio Netflix), de las condiciones leoninas que no lees al clicar “sí, acepto”, de la autoexplotación en páginas webs que se monetizan. Y de los abusos de los seguros de salud, un debate muy vivo en EE UU, donde el asesinato de Brian Thompson, jefe de United Healthcare, por Luigi Mangione fue jaleado por muchos en las redes en diciembre pasado.

El resto de la temporada vuelve a caer en altibajos, y recurre una y otra vez a las realidades alternativas, virtuales o no, aunque tiene aciertos como el quinto capítulo, Elogio, sobre un hombre que recibe asistencia de la inteligencia artificial para reconstruir sus recuerdos y darse cuenta (tarde) de algo que se le pasó por alto.

Desde el debut de Black Mirror en 2011, han pasado muchas cosas. Algunas muy resumidas: toca poder la derecha ultra y nacionalista; el orden mundial se tambalea; pasamos por una pandemia y un confinamiento muy distópicos; las redes se han llenado de odio y furia; se demoniza a los migrantes, al feminismo y a los transexuales; cada una de las grandes tecnológicas guarda más dinero en caja que Estados enteros; la transición verde está bajo asedio; el reconocimiento facial ya es rutinario; el metaverso ha sido un fiasco; se ha montado un gran casino alrededor de las criptomonedas (hasta Trump se ha forrado vendiendo una memecoin con derecho a cena), y ahora charlamos con sistemas de IA que devoran agua y energía.

El intento de embridar a los tecnoligarcas se viene abajo. La escena de su triunfo final ha sido la del más rico de ellos sentado en el gabinete presidencial sin haber dejado ninguno de sus negocios, que abarcan los coches autónomos, las naves para ir a Marte, la red de los bulos y el acoso, una IA educada para no ser woke y un chip que se inserta en tu cerebro. Ahora Elon Musk da un paso atrás, porque los accionistas de sus empresas se han puesto nerviosos y porque no está acostumbrado a que no le hagan caso en todo. Sus colegas ya fueron antes a rendir pleitesía al nuevo amo de la Casa Blanca, para que actúe a favor de sus intereses.

Así que lo que ha empezado en EE UU (y veremos cuánto resiste la UE) es una oleada de desregulación. Traducido, que las grandes plataformas no tendrán freno alguno (y tampoco había tantos) por más que conozcamos sus efectos tóxicos en los menores, en la privacidad, en el medio ambiente, en la democracia, en la salud mental, en la propiedad intelectual y en los derechos del consumidor. Washington amenaza incluso a quienes, como Europa, tienen reglas en la selva de las redes, porque eso es “censura”.

El reverso del auge de los señores feudales de internet es el ataque feroz, insensato y a la larga autodestructivo contra las universidades de prestigio y las instituciones científicas en la que ha sido primera potencia mundial en ese terreno.

Y dicen que Black Mirror es alarmista. Anda ya.

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).
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