Por qué el victimismo de Trump no cuela: verdades y mentiras del déficit comercial de EE UU
Muchos economistas creen que los aranceles no son la solución al desequilibrio exterior: el problema está en que la economía americana gasta más de lo que produce

La istración de Trump tiene motivos legítimos para preocuparse por el déficit exterior. Estados Unidos lleva décadas acumulando balanzas comerciales negativas. Es un artefacto de relojería que podría acabar explotando si no se actúa. Sin embargo, las soluciones que plantea, basadas en aranceles, son, según el consenso de los economistas, erróneas y pueden agravar el problema. Un estudio que acaba de publicar Maurice Obstfeld, ex economista jefe del Fondo Monetario Internacional (FMI) y miembro del Peterson Institute, describe Los mitos y realidades del déficit comercial estadounidense. Este documento cuestiona los motivos tradicionales a los que se achaca tal desequilibrio, fundamentalmente la competencia desleal de otros países y la entrada en EE UU de una enorme masa de ahorro foráneo. Y argumenta que las razones de este agujero más bien residen en la economía americana: EE UU toma prestadas grandes cantidades del mundo para financiar un déficit presupuestario de sus istraciones públicas que inevitablemente lleva a un desfase con el exterior. “Ambos déficits, el presupuestario y el comercial, simplemente reflejan que los estadounidenses gastan más de lo que ingresan”, afirma Manuel Balmaseda, director del Instituto Español de Banca y Finanzas en Cunef.
Como decía el filósofo Roland Barthes, cualquier idea puede convertirse en un mito con fines propagandísticos. Para los economistas del entorno de Trump, el déficit comercial provoca un proceso de desindustrialización; un incremento de la deuda de los hogares y del déficit público, y, al final, burbujas financieras y desempleo. Incluso los equipos del expresidente Joe Biden compartían esta preocupación. Pero, como sostienen los expertos consultados, ni ese desequilibrio es culpa enteramente del comportamiento predatorio de otros países; ni tener el dólar es una carga sino un privilegio que permite financiarse más barato, sobre todo en las crisis; ni ser el proveedor de la Pax Americana implica tener un déficit externo: el imperio español lo tuvo; pero el británico cosechaba superávits.
Varios razonamientos sustentan el pensamiento de la istración de Trump. Uno es que la liberalización del comercio ha dejado a EE UU vendido ante las prácticas proteccionistas de sus socios, provocando ese desequilibrio comercial. Otro es que la condición de moneda de reserva del dólar les obliga a tener déficits permanentes. Y el tercero es que una bolsa de ahorro global busca refugio en la economía americana, alimentando el desfase.
La liberalización del comercio
Los aranceles y otras barreras pueden, evidentemente, alterar las relaciones comerciales e incluso hundir industrias. Pero es mucho más difícil que cambien el déficit comercial agregado. En primer lugar, porque el déficit exterior no es más que el resultado de que un país gaste más de lo que produce su economía. Y esto no se cambia con aranceles, aunque indirectamente sí que podrían terminar haciéndolo al golpear la actividad. En tanto que su economía tenga casi pleno empleo, en EE UU seguirá haciendo falta producción de fuera si no cambian las condiciones macro, explica Balmaseda.
Además, como teorizaba el premio Nobel Robert Mundell, incluso si por los aranceles se compraran más productos nacionales, entonces ese aumento de la demanda interna llevaría a subir los tipos de interés y la consiguiente apreciación de la moneda, lo que finalmente haría que perdiera competitividad la exportación y se abaratase comprar fuera, volviendo al equilibrio inicial.
Los datos sobre el déficit de Estados Unidos después de haber firmado acuerdos de libre comercio respaldan esta tesis: los aumentos del déficit comercial total fueron muy superiores a lo que crecía el desequilibrio a raíz de los acuerdos comerciales con China, Canadá o México. Los déficits con estos países se ampliaban menos de lo que lo hacía el total y, por lo tanto, eso apunta a que hay otras razones más allá de la liberalización del comercio.
Aunque la apertura con China sí que tuvo un impacto muy relevante, esta no explica ni mucho menos todo el incremento que hubo del déficit comercial estadounidense. Por ejemplo, Alemania más que duplicó sus exportaciones entre 2000 y 2008 sin que mediaran acuerdos comerciales. Si bien se vio ayudada por un euro más barato de lo que habría cotizado el marco. “Es tentador echar la culpa de los déficits a la liberalización del comercio, pero los datos son más consistentes con que las políticas y las condiciones macroeconómicas de EE UU fueron las causas principales”, subraya Obstfeld.
Hay otro argumento que refuerza esta idea. Las relaciones comerciales mantienen una estrecha vinculación con la cotización de la moneda: la depreciación del dólar funciona en la práctica como un subsidio para la exportación a la vez que una carga para las importaciones —en cambio, los aranceles se pueden neutralizar al apreciarse la moneda—. Sin embargo, entre 2002 y 2008 el déficit empeoró a pesar de depreciarse el dólar. En consecuencia, los expertos creen que hay otros factores que lo empujan.
El dólar como reserva global
El segundo mito que esgrime el Ejecutivo de Trump consiste en que el dólar es la moneda de reserva mundial y eso provoca inevitablemente déficits: el resto de países ha de conseguir un superávit con EE UU para poder obtener los activos seguros estadounidenses en dólares. Otra forma de expresarlo es que la demanda de dólares hace que la moneda esté crónicamente sobrevalorada, lo que socava la competitividad estadounidense. Además, ese estatus del billete verde americano facilita que EE UU tome prestado más barato del exterior, contribuyendo al déficit.
Pero como explica Obstfeld, las adquisiciones de activos denominados en dólares son superiores al déficit de EE UU; bien sea porque se intercambian unos activos por otros en lugar de utilizar el comercio de bienes y servicios,; bien sea porque un país puede usar para adquirir dólares el superávit con otro país que no sea EE UU; o bien porque existen muchos pasivos en dólares que son deudas entre otros países distintos de Estados Unidos. Es decir, hay reservas en dólares que no son generadas por déficits americanos sino por relaciones entre otros países que incluyen, por ejemplo, las inversiones de fondos de pensiones o fondos soberanos, como demuestra el hecho de que en el mundo las variaciones de activos en dólares sean superiores al déficit de EE UU. De hecho, las reservas medidas por la Reserva Federal (Fed) se han mantenido constantes en términos nominales durante una década.
Según la narrativa trumpista, la condición de proveedor de la moneda de reserva global lleva a Washington al déficit con el resto del mundo. Se ve forzado a importar demasiados bienes porque debe suministrar dólares, lo cual conduce sin remisión a que el peso de la economía estadounidense se reduzca porque crece menos que el resto y porque un dólar sobrevalorado se convierte en una pesada carga. Sin embargo, el peso de la economía estadounidense ha permanecido en el 25% de la economía mundial desde los años noventa. Y las reservas globales de dólares han caído como porcentaje de la economía estadounidense. La época de usar cada vez más billetes verdes, que arrancó en los años noventa, hace tiempo que terminó, y sin embargo los déficits americanos no se han moderado.
El exceso de ahorro mundial
El tercer mito es que la persistencia de los déficits solo se explica por el exceso de ahorro fuera y el papel de la economía americana absorbiéndolos. Para la istración de Trump, estos desequilibrios se originan no porque EE UU necesite capital extranjero, sino porque los foráneos precisan de un lugar seguro para colocar su exceso de ahorro. En opinión de Obtsfeld, es cierto que esos movimientos afectan al déficit exterior de EE UU, pero se equivocan al pensar que las circunstancias internas no son igual de importantes.
En este caso, el relato tampoco encaja con los datos. Veamos qué pasó entre 1998 y 2008, cuando el déficit externo se disparó por primera vez hasta cotas muy elevadas. En ese periodo el empleo manufacturero se redujo en casi un tercio, hasta el 9% del total, y las importaciones baratas de China acabaron golpeando con fuerza el cinturón industrial americano. La tesis es que tras la crisis de 1997 los países asiáticos decidieron protegerse acumulando reservas y las invirtieron en bonos estadounidenses, lo que apreció el dólar, abaratando las importaciones y encareciendo las exportaciones. Pero un análisis detallado ofrece una historia más completa: en esos años el gran desequilibrio que surgió fue el intenso aumento del déficit exterior de EE UU. Ningún país desarrolló de por sí superávits tan elevados que lo explicaran. Tuvieron un cierto papel los países productores de petróleo. Y China no contribuyó con fuerza hasta bien entrada la década de los 2000. De modo que no parece evidente quiénes fueron la contraparte que causó ese agujero de EE UU con el exterior.

Además, si la entrada de capitales masiva fuera la explicación del enorme déficit previo a 2008, entonces se habría observado una bajada de los tipos de interés en EE UU respecto al resto del mundo al recibir una ingente oferta de capital; se habría dado una subida del dólar por el aumento de la deuda en moneda americana, y la Bolsa estadounidense habría mostrado un comportamiento relativo mucho mejor. Sin embargo, ninguna de esas tres cosas sucedieron. Y, por tanto, la teoría de los flujos de capitales foráneos se antoja incompleta.
Se puede contraargumentar que China y otros países inundaron EE UU con productos baratos, forzando a la Fed a mantener los tipos de interés bajos. Pero el comportamiento del dólar sugiere algo distinto: desde mediados de 2002 este se estuvo depreciando hasta casi finales de 2008. Se trata de un hecho que choca directamente con la afirmación de que la entrada de fondos extranjeros subió el valor del dólar y, en consecuencia, empeoró el déficit estadounidense. La realidad es que, aunque las exportaciones americanas retrocedieron en relación al PIB entre 1997 y 2002, a partir de ahí empezaron a crecer hasta la caída de Lehman Brothers. En la práctica el déficit se deterioraba porque las importaciones crecieron más rápido que las exportaciones a pesar de la depreciación del dólar.
Es más: mientras que los precios de las exportaciones se mantuvieron, los de las importaciones subieron desde 2002 aumentando el déficit americano. Los bienes que se compraban eran más caros que antes, así que esto contradice la tesis de que una avalancha de productos baratos fuera lo que aumentó el déficit. Según los analistas consultados, la realidad es que estaban en plena burbuja volcados en construir casas, y eso tiraba probablemente al alza de los precios de importación, pero se trasladaba sobre todo al precio de la vivienda y no tanto a los de consumo, que sí que se beneficiarían algo de los costes más bajos de las manufacturas asiáticas.
Entre 2002 y 2008 la raíz principal estuvo en factores domésticos: la innovación financiera condujo a una mayor deuda sobre todo para hipotecas, lo que encareció la vivienda y llevó a un endeudamiento todavía mayor. “En este caso, el capital era arrastrado de fuera, no empujado desde el extranjero”, sostiene Obtsfeld.
La teoría dice que cuando una economía es más rica se genera una mayor demanda de servicios, haciendo que en una situación de pleno empleo los recursos domésticos se destinen a estos sectores más productivos o que requieren mayor presencia física, y empujando a que las manufacturas se compren del exterior. Como ha explicado el exsecretario del Tesoro estadounidense Larry Summers, el futuro de una economía desarrollada nunca se encuentra en las manufacturas, que están en declive incluso en China, sino en la tecnología. Pero es que, además, en la década de los 2000 este proceso se vio acelerado por una burbuja en la construcción que acaparó recursos.
El problema real se sitúa más bien en una demanda interna muy fuerte. “Es el país donde el consumo privado tiene un peso mayor en el PIB”, recuerda Antonio Merino, economista de Repsol. Estados Unidos lleva arrastrando déficits comerciales ininterrumpidos desde 1976 salvo por un breve periodo a principios de los años noventa. Y esto ha conducido a unos pasivos netos con el exterior del 88% del PIB. Cualquier déficit es positivo en cuanto que financie una mejora de la capacidad productiva que haga más fácil devolver esas deudas en el futuro. Y esto ha explicado parte del robusto crecimiento americano. Pero es negativo en tanto que financia el consumo corriente y cuando alcanza unos tamaños tan grandes que no serían sostenibles si el país no tuviera el dólar y una posición privilegiada en las finanzas globales.
¿El agotamiento del privilegio exorbitante?
Estos déficits se han podido mantener en la medida en que EE UU se ha beneficiado del llamado privilegio exorbitante: su inversión fuera le reporta una rentabilidad superior a la que retribuye por las inversiones que entran en su país. O dicho de otro modo: pagan menos a un extranjero por su capital que lo que ganan los estadounidenses cuando ponen su dinero en el exterior. Y ello ocurre porque los americanos entran directamente en las empresas o compran acciones, mientras que los extranjeros mayoritariamente adquieren deuda estadounidense, que tiene menos rentabilidad que las acciones y que, además, por su condición de activo seguro, da una prima menor.
Sin embargo, hay señales de que esta ventaja extraordinaria se está agotando. En primer lugar porque los foráneos están comprando más acciones norteamericanas por su elevada rentabilidad, sobre todo ahora con las tecnológicas. También por un conjunto de razones: la legislación del presidente Barack Obama endureció la posibilidad de deslocalizar beneficios para no tributar; la subida de los tipos en EE UU respecto a los demás países, y un dólar más fuerte desde 2015, que baja los beneficios que se dan fuera en dólares.
Ahora la diferencia entre lo que pagan y lo que cobran por las inversiones apenas arroja un saldo positivo para EE UU del 0,3% del PIB. Pero estos rendimientos netos que se embolsaban llegaron a situarse por encima del 1,2% del PIB. Es a todas luces una anomalía que una economía con semejantes deudas ingresara tanto, coinciden los expertos consultados.

“¿Hasta cuándo se puede aprovechar este privilegio apalancándose con deuda externa sin erosionarlo?”, se pregunta el ex economista jefe del FMI Obtsfeld. La lógica dicta que esos pasivos externos netos deberían ir reduciéndose al alcanzar unos volúmenes tan elevados. Pero no ocurre porque los activos de la economía estadounidense son mucho mayores: suponen en torno a seis veces esos pasivos, lo que les brinda margen para seguir gastando. Y muchos de esos pasivos, al estar en acciones o capital, no son deudas exigibles y, en consecuencia, no hay que devolverlas. El problema radica en el endeudamiento bruto con el exterior, que representa más del 80% del PIB. Y el grueso es deuda pública que ha sido financiada por extranjeros.
Si el déficit externo anual es del orden del 4% del PIB, el déficit público resulta todavía mayor, del 6% del PIB una vez pasada la pandemia, y explicaría por tanto la mayor parte del desequilibrio con el resto del mundo, señala María Jesús Fernández, analista de Funcas.
La contrapartida de un déficit comercial es la financiación que hace falta para sufragarlo. Como ha destacado el informe Letta, el superávit de Europa ha ido en parte a financiar la brutal expansión fiscal que ha realizado Estados Unidos. Y aun así solo es una cuarta parte de lo que ha necesitado. China lo ha financiado en menor medida porque lleva tiempo reduciendo su exposición a los bonos norteamericanos debido a sus inversiones en la nueva Ruta de la Seda y a que en 2010 sufrieron una crisis en la que tuvieron que defender su moneda.
El problema del déficit público
No obstante, será difícil recortar el déficit público para generar algo de ahorro interno con el que disminuir el déficit exterior. La oficina de recortes presupuestarios que encabeza Elon Musk no funciona y está causando bastante descontento. Está por ver cuánto recaudarían los aranceles, sobre todo por su efecto adverso en la actividad. Y las bajadas de impuestos que planea Trump contribuirán a que crezca más el déficit público y, por ende, el comercial. Sería necesario revisar las prestaciones de un sistema del bienestar que está menos desarrollado, algo que podría terminar ocasionando problemas sociales. Pese al papel de víctima, el resto del mundo ha financiado una fiesta fiscal de EE UU. Como explica Raymond Torres, director de coyuntura de Funcas, la solución sería ajustarse en vez de intentar que otros países reduzcan su superávit comercial frente a EE UU. “Aunque el shock de confianza provocado por los aranceles dificultará la tarea”, dice. Pero Trump rehúsa ver esto. La política fiscal es la pieza que no va a poder cuadrar tan fácilmente y que puede hacer descarrilar su política.
Para evitar un ajuste fiscal tan exigente, con consecuencias para la actividad económica global, lo ideal sería la cooperación. Rafael Doménech, economista del BBVA, recuerda el Acuerdo del Plaza de 1985, cuando las principales economías acordaron depreciar el dólar. Ya el presidente Richard Nixon abandonó el patrón oro para devaluar la moneda en 1971. Con Ronald Reagan en la Casa Blanca, el gasto en defensa y las rebajas de impuestos dispararon el déficit público, al tiempo que el endurecimiento de la política monetaria que aplicó el entonces presidente de la Fed, Paul Volcker, apreció con fuerza el dólar. Todo se conjuró así para disparar el déficit comercial, hasta el punto de que las cinco principales potencias pactaron en septiembre de 1985 en el hotel Plaza que intervendrían para abaratar el dólar. El objetivo era reducir el déficit exterior de Estados Unidos y ayudar a su economía a recuperarse de la recesión de principios de los años ochenta. Lo hicieron hace 40 años ante la amenaza de que el Congreso americano aprobara leyes proteccionistas empujado por el lobby de la industria.
Los déficits comerciales son fruto del choque entre condiciones macroeconómicas de distintos países. De modo que una mayor coordinación ayudaría: que los países excedentarios dejen que sus economías inviertan y consuman más. Es el caso de Alemania. También sería clave que haya una mayor unión económica en Europa para reactivar su demanda y la capacidad de atraer inversiones. Y en cuanto a China, tendría que destopar sus costes laborales para que sus rentas suban más; debería edificar un sistema de bienestar para que los hogares chinos no ahorren tanto y consuman más, y sería recomendable que reduzcan tanto la intervención de la moneda como los subsidios a la exportación y las barreras no arancelarias.
Pero esto por ahora no se vislumbra en el horizonte, pues todo apunta a que se está operando meramente por razones geopolíticas, tratando de aislar a China para que no amenace la condición de superpotencia de Estados Unidos. Sin embargo, el talón de Aquiles de esta embestida sobre Pekín es la política fiscal. Esta necesita un ajuste y no se ve cómo lo va a abordar la istración de Trump. En algún momento les puede estallar en las manos.
De producirse una recesión sería todavía más probable que hubiera problemas fiscales, subraya María Jesús Fernández. Como señala Summers, en EE UU ya se ha roto el patrón clásico de refugiarse en los bonos para asegurarse ante las caídas en Bolsa. En lugar de esto se ha entrado en el típico comportamiento de un país emergente frente a una crisis, en el que la Bolsa cae, sube la rentabilidad de los bonos y se deprecia la moneda. En este contexto de pérdida de confianza, hay un riesgo de corrección abrupta y una crisis fiscal podría ser el detonante. “En los próximos meses existe el riesgo de una venta a gran escala de instrumentos financieros americanos como pasó con Liz Truss en el Reino Unido”, ha afirmado recientemente el exsecretario del Tesoro con Clinton.
El tipo de cambio influye
El ex economista jefe del FMI Maurice Obstfeld ite en su informe que la condición de reserva global del dólar sí que hace que se eleve algo su valoración, animando las importaciones y desincentivando las exportaciones. Además, esa ventaja provoca que, por su liquidez, sea más barato tomar prestado en dólares, reforzando aún más la moneda. Y tal conjunción causa un deterioro del saldo comercial, aunque a la vez permita financiarse a tipos más bajos. “El tipo de cambio está sobrevalorado”, subraya Antonio Merino, economista jefe de Repsol. Estos mecanismos sí que podrían estar causando un desequilibrio del entorno del 1,8% del PIB, según algunos estudios que tratan de aislar los déficits de sus determinantes por demografía, situación fiscal, renta, activos extranjeros o materias primas, entre otros. Pero están lejos de justificar por completo el déficit exterior del 4% del PIB que registra EE UU.
Aun así, el papel internacional del dólar procede precisamente de las características que apuntalan la prosperidad americana: la seguridad jurídica, una política monetaria independiente, unos mercados financieros abiertos, líquidos y profundos, una economía de gran tamaño y el mayor ejército del mundo. Y todas ellas, según Adam Posen, presidente del Peterson Institute, se están erosionando con las políticas de Trump.
Pese al riesgo de recesión, no todo es pesimismo. El economista Nouriel Roubini, que anticipó la crisis financiera, ha señalado que incluso si Mickey Mouse fuera el presidente de EE UU, su economía mejoraría el potencial de crecimiento a medio plazo debido al auge de la inversión en IA, algo que va a prevalecer sobre el impacto negativo de los aranceles y que, a su juicio, se terminarán desescalando. Cree que cualquier debilitamiento del dólar será gradual, ya que los inversores seguirán sobreponderando los títulos bursátiles de las tecnológicas estadounidenses.
La manipulación de las divisas, una acusación basada en que hay países como China que compran dólares para abaratar sus monedas, podría conllevar algún efecto en el déficit comercial. Pero estas adquisiciones de dólares también dejan gran parte del déficit sin explicar, indica Obtsfeld, y no se plasmaría en una apreciación permanente del dólar sin que haya cambios en los fundamentales macroeconómicos.
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