¿Cuánto odio es lo normal?
Podrá decirse que hay que ignorarlos o que proceden de una minoría, pero los insultos y las vejaciones en la red, si se toleran, terminan formando parte del mundo real


Hace unos pocos días, el delantero Borja Iglesias marcó tres goles para el Celta en un partido que, al final, el Barça les remontó. Marcar tres goles supone una proeza que solo podría negarse con la envidia y el fanatismo y debió de ser por eso, por envidia o por fanatismo, por lo que algunos —escondidos en sus redes sociales— lanzaron contra el goleador los complejos y los prejuicios que tienen con ellos mismos. Parece de otra época, pero qué va.
Borja Iglesias, que ya recibió insultos homófobos porque se atrevió a posar con un bolso en una boda, decidió contarlo en sus redes aunque así se exponía a recibir más odio. Lo hizo, sin embargo, para que todos pudiéramos comprobar lo que a él le llega tan a menudo: el odio contra una manera de ser hombre que discute la manera de los que se dicen muy hombres, esos que están dispuestos a enseñarnos al resto. Les vale el amedrentamiento o la ridiculización, claro, para lo que hace falta sentirse muy por encima de los demás.
Unos días antes, el futbolista del Arsenal Declan Rice le marcó al Real Madrid dos goles memorables. Como sucede en cada partido en el que destaca él, empezaron a multiplicarse los comentarios ofensivos contra su novia, a la que ataca con regularidad un grupo disperso y numeroso de fanáticos porque no responde al canon que ellos creen que deben seguir las mujeres y, más en concreto, las parejas de los futbolistas. También parece de otra época, pero también qué va. Esa época es la nuestra.
Podrá decirse que esos comentarios son de una minoría, lo que desde luego no les resta importancia. Podrá decirse que esos comentarios van a menos, lo cual es discutible en un mundo cuyos algoritmos premian la polarización. Podrá decirse que conviene ignorarlos para no darles más protagonismo pero, entonces, ¿cuál es el límite? ¿Lo hay? Si las redes dejan de moderar los contenidos con el argumento de que también el odio cabe en la libertad de expresión, el resultado será normalizar los insultos y resignarse, y constatar que el mundo virtual, tan distinto a la vida real, no es un mundo de ficción ni de mentira: es también el mundo que habitamos.
En realidad, ya ocurre que si alguien se queja porque le insulta un bot o un escucha la respuesta de que esto es lo normal sin que esté claro qué es entonces lo normal, o cuántos insultos son los normales contra el aspecto de una chica o contra un chico que se pinta las uñas porque le da la gana. Podrán decirse muchas cosas por supuesto pero, en el camino, que no se olviden las voces que, exponiéndose a recibir más ira, no se callan la que les lanzan a ellos porque asumen que eso que les pasa ni es normal ni debería parecerlo por un segundo.
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